miércoles, 17 de junio de 2009

Como si fuese un decálogo


"Las veces en que cruzas una avenida. El semáforo está en rojo y no hay ninguna historia. Al lado una pareja grita y él amenaza con partirle a ella la boca. Dice que le va a dar un pollazo que le partirá la boca. Se van gritando y estás como atónito. Ensimismado.


En la parada del bus me recogen los muertos

me dan goznes y brisa, y suturas y luego

y se evitan conmigo, el firmar sus deberes

y en la oscuridad postergan,

aquello que a nosotros nos parece impostergable.


Cruza los dedos y salta. Recuerda aquél juego de niños. Creo que se llamaba la pita o algo así. Tirabas una piedra sobre unos recuadros pintados con tiza. En el suelo. Tenías que saltar a la pata coja, coger la piedra y regresar. Hacer el circuito según lo indicado. No te salgas o pierdes. No te salgas de la línea o te despido. No te salgas de madre. Y bueno, está todo eso de hacerse el mayor y aparentar, pero eso viene cuando alcanzas la pubertad y después, cuando encuentras pareja y empiezas a ir al ikea más de dos veces al mes, no ahora.

No extrañarás al vecino de al lado, cuando por su silencio,

se te ocurra que ése olor provenga de su cuerpo.


Los mandamientos ni siquiera me los sé. Nunca me los he aprendido. No, espera, sí que los aprendí. Era en el colegio, en clase de religión. Teníamos una profesora llamada Manoli que era tonta. Esto os lo pueden decir, y lo corroborarán, todas aquellas personas que hayan ido a clase con ella. También podría decir, en lugar de “todos aquellos que hayan ido a clase con ella”, algo así como “todos aquellos que hayan perdido su tiempo con ella”. Sería más certero, adecuado y correcto. También esto os lo pueden confirmar unas centenas o miles de personas.

En una de ésas clases con Manoli, nos obligó a aprender los diez mandamientos. Me quedó claro lo del No robarás, Santificarás las fiestas, No cometerás actos impuros y No matarás. Lo demás, si alguna vez lo supe, se perdió en la niebla de la memoria o en el cubo de la basura o quizá las ratas lo estén devorando ahora mismo en el trastero de mis padres.

No matarás cometiendo actos impuros.

Entendamos entonces que matar es un acto puro, reductio ad absurdum mediante. Manoli no me enseñó nada acerca de la lógica formal. Dicha ciencia estaba en mi adolescencia llena de pústulas y ocluida por centenares de convoluciones de mi propio cerebro. A cada día que vivo un poco más, procuro desenrollar concienzudamente esas revueltas de mi carnosa visceralidad.

Como en ésa escena de Salvar al soldado Ryan, cuando se asoma a una esquina un hombre del comando protagonista y un francotirador apostado en un campanario le manda al barrio oscuro con un silbido corto y preciso. Corto y preciso.

Qué felicidad extraña es ésta

que sumerge mis manos entre venas de pan

que acaricia el envés de mi huella que es mansa

que ocasiona problemas en mi juego de empates.

Vete. Estamos a punto de vernos. Esa esquina guarda el alma de nuestro encuentro. La siento prepararse a medida que me acerco. Se peina el reborde con cada paso que doy. Sus pegatinas a mis pasos, escaleras de metro. Sus recelos de grafiti y mi noche diurna. Esquina cáustica de regular simetría. Novecientos noventa grados de repetición en besos, de círculos concéntricos que no llevan a nada, que nos hacen morir, que conforman mi vida, y la tuya, ahora que podemos tener

un punto de vista inoperable.


Me rozan los vencejos un poco los dedos. Sigo dormido y sueño. Y mi sueño muta a pesadilla. Y de pronto estás muerta. No tengo consuelo. Es el desconsuelo. Y lloro. Y mi abuela, que está muerta también, viene y se postra ante mí, en un remanso de casa que nunca existió y que me invento, y allí le lloro en sordina sin que en el recuerdo luzca el sol, se acabe todo o renazcas.

Al fin se acaba el día. Es hora de levantarse."


J. L. Pomona


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