viernes, 30 de mayo de 2008

Hadyi Murad (fragmento), Lev Tólstoi

"La mata del cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, estaba todavía erguida. Era evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el cardo había vuelto a levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro, abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo.
''¡Qué energía! -pensé-. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde.''"

jueves, 22 de mayo de 2008

TABAQUERÍA (Fernando Pessoa)

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones del mundo que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle cruzada constantemente por gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
con el misterio de las cosas por debajo de las piedras y de los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres.
Con el Destino conduciendo la carroza de todo por el camino de nada.

Estoy hoy vencido, como si supiese la verdad.
Estoy hoy lúcido, como si fuese a morirme,
y no tuviese más hermandad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la hilera de vagones de un tren, y una partida pitada
desde dentro de mi cabeza, y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos en la ida.
Estoy hoy perplejo como quien pensó y encontró y olvidó.
Estoy hoy dividido entre la lealtad que le debo
a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

Fallé en todo.
Como no me hice propósito alguno, tal vez todo fuese nada.
Del aprendizaje que me dieron, me descolgué por la ventana de detrás de la casa.
Fui hasta el campo con grandes propósitos.
Pero allí encontré sólo yerbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Salgo de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?
¿Qué sé yo de lo que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pero pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan que son lo mismo que no puede haber tantos!
¿Genio? En este momento cien mil cerebros se conciben en sueños genios como yo,
y la historia no destacará ¿quién sabe?, ni uno solo,
ni quedará sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos chalados con tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna certeza, ¿soy más cierto o menos cierto?
No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no estarán a esta hora genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas-
sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quien sabe si realizables,
nunca verán la luz del sol real ni encontrarán oídos de gente?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que Napoleón hizo.
He apretado al pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he hecho filosofías en secreto que ningún Kant escribió.
Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no nació para eso;
seré siempre sólo el que tenía cualidades;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta junto a una pared sin puerta,
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámeme la Naturaleza sobre la cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que me encuentra el cabello,
el resto que venga si viniere, o tuviere que venir, o que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos todo el mundo antes de levantarnos de la cama;
pero despertamos y él es opaco,
nos levantamos y él es ajeno, salimos de casa y él es la tierra entera,
más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(Come chocolates, pequeña;
¡come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo sino chocolates.
Mira que las religiones todas no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Pudiera yo comer chocolates con la misma verdad con que los comes!
Pero yo pienso y, al sacar el papel de plata, que es de hojas de estaño
lo tiro todo al suelo, como he tirado la vida).
Pero al menos queda la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico quebrado ante lo Imposible.
Pero al menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble al menos en el gesto ancho con el que tiro
la ropa sucia que soy, sin lista, al decurso de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.
(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como estatua que fuese viva,
o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y coloreada,
o marquesa del siglo dieciocho, escotada y lejana,
o cocotte célebre del tiempo de nuestros padres,
o no sé qué moderno -no concibo bien el qué-,
todo eso, sea lo que fuere, que seas, si puede inspirar, ¡que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como los que invocan espíritus invocan espíritus me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me asomo a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)
Viví, estudié, amé, y hasta creí,
y hoy no hay mendigo que no envidie sólo por no ser yo.
Le miro a cada uno los andrajos y las llagas y la mentira,
y pienso: tal vez nunca vivieses ni estudiases ni amases ni creyeses
(porque es posible hacer la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
tal vez hayas existido sólo, como un lagarto al que le cortan el rabo
y que es rabo aquende el lagarto meneadamente.
Hice de mí lo que no supe,
y lo que podía hacer de mí no lo hice.
El dominó que vestí estaba equivocado.
Me conocieron en seguida por quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara, estaba pegada a la cara.
Cuando me la quité y me vi al espejo, ya había envejecido.
Estaba borracho, ya no sabía vestir el dominó que no me había quitado.
Tiré la mascara y dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la administración
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.
Esencia musical de mis versos inútiles,
quien me diera encontrarte como a una cosa que yo hiciese,
y no quedase siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo,
como una alfombra en la que un borracho tropieza
o un felpudo que los gitanos robaron y que no valía nada.
Pero el Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta y se quedó a la puerta.
Lo miró con la incomodidad de la cabeza mal vuelta
y con el desconsuelo del alma mal-entendiendo.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará el letrero, yo dejaré versos.
En determinado momento morirá el letrero también, y los versos también.
Después de determinado momento morirá la calle en donde estuvo el letrero,
y la lengua en la que fueron escritos los versos.
Morirá después el planeta girante en que todo esto pasó.
En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como gente
continuará haciendo cosas como versos y viviendo por debajo de cosas como letreros,
siempre una cosa enfrente de la otra, siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño de misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni otra.
Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo enérgico, convencido, humano,
voy a intentar escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un pitillo al pensar en escribirlos
saboreo en el pitillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo el humo como a una ruta propia,
y gozo, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de estar malhumorado.
Después me echo hacia atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras el Destino me lo conceda, continuaré fumando.
(Si yo me casara con la hija de mi lavandera
tal vez fuese feliz.)
Visto esto, me levanto de la silla. Voy a la ventana.
El hombre salió de la Tabaquería (¿metiendo el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, lo conozco: es el Esteves sin metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta.)
Como por un instinto divino el Esteves se volvió y me vio.
Me hizo señas de adiós, le grité: ¡Adiós, Esteves!, y el universo
se me reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el dueño de la tabaquería sonrió.


Álvaro de Campos (heterónimo de F. Pessoa)

martes, 20 de mayo de 2008

Kazajstán (II)

Ahora sabemos que el 11S fue el primer paso hacia el caos. En los años posteriores el mundo occidental aceptó la pérdida de derechos civiles ante el convencimiento de que de ése modo sus hijos vivirían más seguros. En Norteamérica se estableció un sistema ya planeado en la etapa de Reagan consistente en un escudo antimisiles a nivel satelital. En 2009 su operatibilidad era plena. El primer éxito del escudo fue la aniquilación de un grupo de unos mil pastunes en las montañas del norte de Afganistán, hecho éste que no supuso en la prensa más que una reseña no confrontada por Reuters y Europa Press, y que sirvió a la CIA para extender su poder sobre la Administración de McCain. Luego vendrían la lucha antiterrorista en el propio suelo yanqui y su extensión al Reino Unido, una vez que los laboristas perdieron las elecciones de 2010 en una de las más sonadas derrotas de la historia de la izquierda británica. En el centro y los alrededores de Londres aumentó la vigilancia hasta unos extremos inimaginables. Podría decirse que el verano del 2010, en el que hubo una ola de calor que hizo que se alcanzasen los 42º en lugares como Birmingham y que murieran –oficialmente– 23229 personas sólo en Gran Bretaña, marcó un hito en Europa. Ése fue nuestro particular 11S. La opresión estatal y la locura insoportable de los organismos públicos parecieron coaligarse para originar una escalada de violencia protagonizada por gente de clase media –y baja, obviamente– debido a las cruentas actuaciones de la policía al ver sospechosos, terroristas, violadores y malhechores en todos los lugares. Una vez incluso, una decena de mujeres fueron tiroteadas cerca de una estafeta de correos porque fueron vistas saliendo de una mezquita y habían estado reunidas con un grupo de hombres sospechosos de terrorismo de estado. Su delito, tener rasgos musulmanes.

En el resto de Europa, si bien no fue tan traumático al principio, comenzó a expandirse el acoso estatal. En Francia se establecieron perímetros para aislar barrios conflictivos cuya base social era inmigrante (argelinos, marroquíes, tunecinos…) pues se sospechaba que aquél era el caldo de cultivo perfecto para que surgieran terroristas de segunda generación, es decir, hijos de inmigrantes de origen árabe que habían nacido en Francia, que habían sido educados con las costumbres galas pero que, llegados a una edad, decidían radicalizarse como rebeldía ante el sistema. En Italia se produjeron expulsiones masivas de rumanos, búlgaros y otros extranjeros del este. La UE decidió cerrar las fronteras a cal y canto, e incluso Marruecos, con la ayuda de EEUU, estableció una cerca electrificada en torno a su gigantesca frontera para evitar que se colasen musulmanes subsaharianos.

En los años siguientes, el cambio climático se aceptó como hecho inevitable. Ya no se discutía si era un fenómeno cíclico natural o si el aumento de las emisiones de gases de origen antropogénico ocasionaba la subida de las temperaturas. Se aceptó en la cumbre de Bratislava de 2011 que habrían de tomarse medidas. Se retomó el Informe Stern, olvidado durante casi una década, y fue ampliado por una comisión mixta de países. La primera medida a adoptar fue el insuflar fondos a planes estratégicos de investigación sobre disolventes químicos en sumideros de CO2.
Es razonable pensar que, ante el aumento de catástrofes climáticas inauditas, los gobernantes de los países más industrializados se asustasen ante sus propias opiniones públicas que, para entonces, se convirtieron en una única voz. Quepa decir que esto no se entendería sin los miles de muertos del Katrina en New Orleáns, ni los 10 millones de desplazados que la sequía provocó en la zona del Rift, o los terremotos de Japón, o el tsunami que devastó Portugal y que mató a un tercio de la población de Canarias, Azores y Madeira, como ya ocurriera en 1755.

La Península Ibérica nunca se recuperó del maremoto. Hubo una oleada de refugiados que sobrevivieron y huyeron desde Andalucía hacia el norte. Madrid y Bilbao se convirtieron en metrópolis futuristas, con esa imagen decadente de la masificación en contraste con el progreso y la tecnificación. Burbujas de millones y millones de personas que trabajaban buscando un sustento, mientras enriquecían a unos pocos y hacían crecer los rascacielos con el dolor de su pasado y el sudor de sus vidas.

Cuando el Chimborazo explotó yo estaba sentado en el bosque mirando los árboles. Fue la tarde del 11 de agosto del 2014. Una tarde soleada de lunes en la que, después de comer y tomarme un café horrible que me preparé por la mañana, me puse a pasear por entre unos álamos a través de un cauce seco que conducía a la colina roja. Recuerdo de aquél paseo que había algunas nubes en el cielo y que pasaban muy rápido, pero apenas había viento en la superficie, tan sólo una leve brisa. En el primer tocón que encontré, me recosté y me quedé pensando en el pasado fin de semana. Martha y yo habíamos asistido al funeral del que fuera mi mejor amigo en la facultad, un hombre extraño del que en los últimos años de mi vida apenas había tenido noticias suyas. En esos pensamientos andaba cuando sonó mi receptor, un antiguo empaste de cromo-neodimio que llevaba insertado en el segundo molar. Martha me dijo Ven rápido. Luego colgó.
(CONTINUARÁ)

lunes, 19 de mayo de 2008

Kazajstán (inicio)

Se sentarán sobre los ojos porque estarán cansados de ver tanto que han visto, y hablarán sólo cuando sea estrictamente necesario para comunicarse sentimientos incontrolados, y ya no tendrán nariz porque todo será tan fétido que se les habrán cerrado las fosas nasales.

El leñador contaba esta historia a su hija, una niña ínfima y esquelética de piel azulada y pelo grisáceo como el tronco de los abedules. La historia se repetía en la boca del hombre como un rasgo de su carácter pero sobre todo, como un empeño de continuidad, una obsesión de que el día tras día, el sobrevivir, era lo único que les quedaba a todos en aquellos momentos desgraciados. Su vida ya no era una suma de esperanzas y logros, mas al contrario, consistía en un acto viral contra el pronóstico de lo externo, algo que por tradición conducía a la muerte.

Habían pasado seis años desde que empezara todo. El Chimborazo fue el primero, pero luego se sucedieron las explosiones en Hawaii, Canarias, Kamchatka e Islandia. A las explosiones iniciales, que fueron algo jamás visto por el hombre moderno, les sucedieron en pocos meses terremotos a escala mundial que asolaron gran parte del globo. En Japón murieron unos 40 millones de personas, aunque nunca se sabrá con certeza. En Asia, y en China especialmente, se estableció un estado de excepción que provocó una guerra civil no declarada, aunque a decir verdad se trataba más de un exterminio, pues sistemáticamente se mataba a todo aquél que intentaba huir y pasar a la India. Por este hecho se inició una guerra con aquél país por el control del sureste asiático, y el presidente Kapoor decidió que el problema se arreglaría con bombas nucleares de carga baja. Esto, en lugar de derrotar a China, la hizo recuperarse. En dos años se revolvió mediante una economía de guerra e invadió, o firmó pactos de dominio tácito, la franja de Indochina y hasta las regiones de Bihar, Jharkhand y Orissa.

Lo que ocurrió en el resto del mundo fue una debacle. En pocos meses los precios empezaron a subir, el petróleo se hizo inaccesible, y la patata se convirtió en el principal sustento de la población. Sólo en Europa y USA, más de cien millones de personas perdieron sus trabajos. Obviamente, aumentó la delincuencia hasta el extremo de que los gobiernos impusieron un toque de queda unificado, cosas de la OTAN, según el cual se dispararía a cualquiera que fuera visto en la calle más allá de las 8 pm y antes de las 8 am. Como se comprenderá, en muchos países como Francia, Suecia, Inglaterra, Italia, o España, los gobiernos que afrontaron la ruptura fueron gobiernos radicales de extrema derecha, neofascistas en su mayoría, que veían en todo lo ajeno un mal a erradicar. Por eso, desde hace casi 3 años, vivimos en un campo de concentración. Porque nuestra caucasidad, palabra ésta que se oye mucho en la actualidad, aún está “pendiente de cotejo identitario”.

Papá, cuéntame otra vez la historia de los tártaros, dice la niña. Y el leñador se queda mirándola con la vista en otro mundo, pensando en un tiempo que sin ser bueno, salía ganando en la comparación.
Papá… los tártaros…, insiste la pequeña.
Eh… Sí, perdona. Hace mucho tiempo, en un lugar llamado Kazajstán, había un grupo de hombres que vivían su vida a lomos de caballos.
Y qué son los caballos, interrumpe la hija.
Son unos animales muy grandes y hermosos que ayudan al hombre en muchas tareas, pero sobre manera, a no estar solo.
Bueno, decía que… había un grupo de hombres que vivía siempre a lomos de un caballo y…
Poco tiempo después, la hija ya estaba dormida profundamente pues el cansancio de ésta época era más grande que la curiosidad de un niño y la imaginación de cualquier hombre.


(Continuará)

miércoles, 14 de mayo de 2008

Recuerdo de Pérez Galdós

Hay un hombre en mi oficina que se parece tanto a Benito Pérez Galdós que a menudo dudo de si en lugar de gestionar registros e implementar consultas, que creo es su labor, no se estará dedicando en su engaño diario a escribir un nuevo episodio nacional.

A veces lo he visto mirando la prensa por Internet y he tenido la sensación de que no leía como una persona normal, interesándose por el mundo que le rodea, sino que traspasaba la pantalla con la vista, yendo más allá del tiempo y consiguiendo que una crisis económica, un atentado terrorista o una boda real se convirtiesen en una revolución sosegada de un tiempo y una época que, mientras se suceden en nosotros y nuestro presente, ya son historia en la mano del genio.
Benito Pérez Galdós vive reencarnado en un hombre que se apellida Corazón, ¿no es gracioso cuando menos?

El otro día en las escaleras me crucé con él, nos miramos y fue él quien, por primera vez desde que empecé a trabajar aquí, me reconoció y me saludó. Por dentro me recorrió un escalofrío súbito. Pensé en Benito Pérez Galdós, claro. Pero no en el Benito Pérez Galdós viejo, ni en el joven de prometedor futuro, sino en un Galdós intermedio, perfectamente anclado en el retrato de aquéllos billetes verdes de mil pesetas en los que salía su cara ida, con una especie de tristeza provinciana, con las cañadas del Teide al fondo.


Decía el hombre, que el verdadero amor, el sólido y durable, nace del trato; y añadía que lo demás es invención de los poetas, de los músicos y demás gente holgazana.

Por este motivo me he fijado obsesivamente en esta repetición y parecer de las cosas, alocado sinsentido del azar y la casualidad. Cada vez que veo al señor Corazón, no puedo por más que sufrir la extrañeza de estar ante una parte de nuestra Historia.

lunes, 12 de mayo de 2008

Viaje a Limassol


Al despertarse, todas las mañanas del mundo se convirtieron en ésta. A su lado yacía una mujer desconocida casi totalmente desnuda y pálida, como si se tratara de un cadáver yermo, sin nada que decir, lleno de gusanos y pútrido.

Se quedó mirándola asustado unos instantes y algo en él hizo que saltara de la cama, que nunca llegó a ser la suya, y huyera de allí.

Como si le hubiesen arrancado miembros a sangre fría, y hubiese sido consciente durante todo el proceso, se vio en el aeropuerto esperando un tiempo infinito para consumar la huida hacia Limassol. Una huida de esperas interminables y escalas imposibles.
Lo único que había en su maleta era un cuaderno de notas, un poemario de Artaud, las Memorias de ultratumba de Chateaubriand y pañuelos de tela empapados en un perfume de mujer. Para escribir, desde que el fin del mundo empezara, se obligaba a usar un lápiz porque sentía que los trazos de grafito lo acercaban más a la nada. Había comprendido lo que el eclipse significaba: no recordar, no anhelar, vivir del éxtasis de lo irrepetible, para terminar la huida de la humanidad hacia el horror vacui.

viernes, 9 de mayo de 2008

Una vez leí un libro de Roberto Bolaño

Una vez leí un libro de Roberto Bolaño. Esto quizá no signifique nada para quien aún no haya leído un libro suyo pero apostaría una cena a que mi frase inicial revuelve algo por dentro o sonsaca un sentimiento de comprensión, quizá un leve asentimiento de cabeza, en aquellos otros que saben de la figura del malogrado escritor chileno.

Sí, una vez leí un libro de Roberto Bolaño y fue un éxtasis. Fue una especie de chute de clarividencia y desazón, pero al tiempo de ternura y juego y resistencia. De Bolaño no me he leído todo. Ni de nadie tampoco. Pero me gustaría morir habiéndome leído todo lo que escribió este hombre.

Una vez, de momento sólo una, me he leído 2666. No es que haya devorado el libro, la monumental obra –como dicen siempre en toda crítica literaria al respecto– inconclusa construida en cinco partes relativamente distintas, que básicamente tienen nexos de unión en paisajes, palabras y sobre todo en un estado opresivo de maldad.

La obra de Bolaño es más que monumental, es universal, gigante. Sus personajes rezuman desencanto, son altivos y prepotentes en muchos casos, siendo en otras ocasiones la cara opuesta de la misma moneda, la víctima bañada de sangre y sudor. Bolaño es un perdedor que sabe que la victoria llega con la muerte, indefectiblemente, porque está condenado desde joven.

Hay un personaje en 2666 que causa en mí una admiración extrema. Se trata de un soldado nazi que va a la guerra y allí descubre su vida. Una vida que nunca tuvo. Es en ésos momentos de alienación y vacío donde se asienta su madurez, donde envejece lo bastante como para transfigurarse y pasar de ser un gigante sin nombre a ser un fantasma. Su vida se apoya en el cambio tras la lectura de un libro. En Rumanía, estando herido, descubre un diario de un soldado enemigo, y lo lee con avidez. La evocación de la guerra y del terror que ahí se relatan crea en el nazi, al igual que en el lector, una depresión de euforias y empatía. El enemigo ya no es difuso, tiene nombre y, sobre todo, sentimientos. Entonces, el enemigo ya no es el enemigo, es uno mismo.

Así, cuando leo esta historia, soy el soldado nazi, pues la descubro al mismo tiempo que él, y si lo pienso, soy Roberto Bolaño imaginando ésa historia. Y si es bello pensar en lo que sintió el nazi, llamado Hans Reiter, que estando vacío como persona antes de leer el libro, lloró y sufrió como si viviera en sus propias carnes las desventuras del soldado enemigo al que jamás conoció, imaginen lo que ha de ser el ser Roberto Bolaño creándolo todo.

Ése aluvión de palabras que son torrentes de imágenes perfectamente definidas en cuatro frases, construyen en el autor una forma de sentir. Son, a sabiendas, imperfectas y secas, pero tienen hermosura y se introducen en uno poco a poco, como un virus latente. De pronto, cuando terminas el libro, piensas en los cementerios y en la vida, pero sobre todo en lo que la vida es. Bolaño sabía que se iba a morir y escribió una obra maestra.

En qué forma se siente uno cuando le hacen imaginar un libro colgado de un tendedero como ofrenda filosófica al paso del tiempo y destrucción de las matemáticas (Testamento Geométrico, de Rafael Dieste, un poeta gallego), de qué manera se afronta la muerte cuando tu mundo se cae ante la épica del malditismo o de la droga, cuándo se reducen a escombros los cimientos de la moral, o mejor, de dónde surge el mal que aprieta el nudo de la soga que nos envuelve. Bolaño no explica nada de todo esto, tan sólo lo muestra rotundamente y lo circunvala y llena de realidad y literatura. El amor es una pasión, un desconocimiento del ser. La culpa no existe y los culpables no tienen nombres ni caras. Los inocentes son mártires y las víctimas se pudren en el desierto. Es como si Roberto Bolaño se acercase a ti, fumando su eterno cigarro y ajustándose bien sus gafas al puente de su nariz, y te dijese con voz ronca y al tiempo sincera Esto fue la vida, amigo.

Y cuando cierras los ojos, Roberto Bolaño ya vive dentro de ti. Tu cabeza piensa y tus ojos miran, pero ya han pasado un filtro. Tus miembros dejan de pertenecerte y el mundo ha cambiado. Pero sobre todo naces. Ya no eres como nadie, eres un realvisceralista. Porque una vez leíste un libro de Roberto Bolaño.


Extracto de las notas epilogales de 2666:


"Los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche, la avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón de forma cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad, y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975 [fecha en la que se dicta el relato de Auxilio Lacouture], sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo."

(Extraído a su vez de Los detectives salvajes)

miércoles, 7 de mayo de 2008

Sobre K. en Kafka en Vila-Matas en mí.

Cuando voy en el metro camino del trabajo y me recuesto en las páginas de Vila-Matas, cada vez con más fervor por poner en palabras mis días de ahora, haciendo que me sienta reconocido en su Doctor Pasavento, extrañamente encuentro ánimo en su desánimo, que es también el mío.

En un artículo periodístico que firmó Vila-Matas en El País (ver), decía lo siguiente:

"Siempre que paso el control de pasajeros y para no perder el control de los nervios, me acuerdo de El proceso, de Kafka: "Sin embargo, no soy culpable. Es un error. ¿Cómo puede ser siquiera culpable el ser humano? Todos somos aquí seres humanos, tanto unos como otros", dijo K. "Eso es cierto", dijo el sacerdote, "pero así suelen hablar los culpables"."

Lo que es K. para Kafka, un personaje, lo es Kafka para Vila-Matas y éste a su vez para mí.

Cuando miro la foto del doblez de Doctor Pasavento y luego leo sus páginas, pienso una y otra vez en su forma de pensar. Su silenciosa forma de mirarme impertérrita. Cuando llueve y miro su cara en el doblez, su cara se moja y no dice nada. Otras veces, si leo al sol de la tarde, en la calle, sus ojos no se inmutan ni sus pupilas se encogen. Por la noche, en la cama, Vila-Matas cobra más sentido que nunca. Es en la oscuridad de mi habitación sin apenas luz -es una cuenta pendiente el colgar de una vez la lámpara del techo- donde el escritor deja de escribir, sólo mira. Y su mirada lo traspasa todo y me perfora las tripas, que empiezan a ponérseme del revés a medida que avanzo en la lectura e imagino al Doctor Pasavento desapareciendo.

Y me colma la idea de dejar de ser, sin llegar a morir, marchando en la fuga sin fin que decía Roth que dice Vila-Matas en una etapa del libro.

Obsesionarme con una calle, con no ser Agatha Christie, con que nadie me encuentre. Rasgar la tela. Desaparecer y alcanzar la libertad plena del limbo. Ni para bien ni para mal.

Y así con todo ello, inventarme historias de tantos otros que nunca he sido ni seré, siendo un observador pasivo de lo humano.

Louis Ferdinand Céline

"Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando cosas..."

martes, 6 de mayo de 2008

Como todas las tardes

Como todas las tardes sonriendo,
párvulos los gestos y, cadenciosas,
las medias resbalan soplando tus pies,
que están fríos siempre llenos de hermosura.

Como todas las tardes se vienen las muertes
esperando un deseo mientras caminas sin música.

Como todas las tardes el tiempo se conforma
con hacer que minutos se sucedan en horas
y roe desde dentro, humilde intransigente,
instantes de un mundo de locuras y dicha.

Como todas las tardes el suicidio se adviene
feral en la noche siempre repetida.

Como todas las tardes observo la oficina
con el mismo lema: no hay nada que hacer.
Obvio que mañana habrá muerto otro día
sin haberle encontrado sentido a esta cruz.

lunes, 5 de mayo de 2008

Nequaquam vacuum

Este vacío es lo único que siento.

Me pienso y me señalo y sigue ahí,
y ya no hay más porque me estoy devastando,
porque todos los míseros trozos de mi carne se marchan lejos
y los lugares no son ni tristes ni pesarosos ni malos siquiera;
ocurre que no son.

Estoy desapareciendo a la velocidad del rayo,
dejando de verme en la sombra y sin lágrimas ni pena.
En el lugar que me envuelve, hay silencio,
y la oscuridad no tiene término, es el negro certero de la ausencia de todo.

Aquí el tiempo o el espacio no caben, se quedan cortos,
y divergen en muecas y en palpitaciones o taquicardias.
Recuerdo a mi madre una y otra vez,
su amor traumático, su abrazo.

Me pienso y ya no estoy,
no soy.
Ni se oyen pájaros, aunque sean graznidos.
Mi boca es una cueva vacía sin eco,
los ojos cuencas por las que pasó un ángel
y de la humedad que aún queda entre sus piedras,

da igual...

Destrozalunes

En las calles son todo caras inexpresivas,
madres yendo para allá, al barrio de farolas,
con sus pantalones de niño y olor a gasolina,
fumando en rincones al plagio de la mirada,
sumergidas las voces en el monstruo con alas de huesos hechos de occipitales
y de parietales: blanco manjar.

Y mientras el coche gira, yo detrás, la vida pasa lloviendo flores
muestra su crepitar, únicamente,
de ideas huecas, cautelas y cohabitaciones.

Quisiera que todos los días fuesen lunes,
el mismo lunes irrepetible e impasivo
destrozalunes, matalunes, hecatombe-de-lunes
y coger un avión a la soledad perpetua
embarcando mis enseres en la ingravidez de tu olvido de cosas.

Yemas


A Marga,



Era la bondad un misterio trágico de todo cuanto acontecía

y hubo verdad, conjetura, en los flirteos de árboles

que se tocan en comunión juntando sus yemas

convirtiendo su eco en remanencias de altura.

Y la verdad se marchó, y las horas pasan tristes,

pero de entre los hálitos de alcohol nacen las grandes sonrisas

ésas certezas de un dios que, de existir, sería bueno;

ésas locuras improrrogables que hicieron de tu cara

el hogar pasajero de todas las alegrías imaginables.
...
.

El chico más pálido de la playa de Gros


"Es el chico más pálido
Parece un ahogado."

Poch.

sábado, 3 de mayo de 2008

La pena o la nada

Me clavaste ambos ojos
y aún recuerdo tu voz
La vida es parte... buscar placer
y parte... hallar dolor.

Y en tu mirada mojada
vi que rezabas... por mi alma
oh Señor
¡Y te vi llorar!
¡Un río a cada lado
de tu rostro sin desmaquillar
como la propia Katy Jurado!
con las nubes negras detrás!
Te vi llorar...

Y qué podía hacer
sino irme y así... ponerme yo... a llorar también

Entre el dolor y la nada... elegí el dolor.

Lo negro del fondo del ojo


En lo negro del fondo del ojo no hay nada...

Los errores

He pensado todas las formas posibles de equivocarse, y he valorado todos y cada uno de los errores desde todos los puntos de vista de lo hipotético.
La única certeza de todo ello soy yo, lo que pienso y siento; mientras que lo demás, lo ajeno, es como un tiempo impredecible que ni siquiera la teoría del caos explica someramente. Ni siquiera.
Qué hacer ante eso más que ver pasar tu vida y sujetar con fuerza la mano del que quiere caerse y pide a gritos que lo suelten. Aún teniendo la conciencia tranquila por haberlo hecho bien, algo por dentro de mí se conmueve y llora penas y lástimas. Es incomprensión.
Al menos he descubierto algo: a pesar de no tener la única cosa que quisiera tener, el resto de todo lo imaginable se abre ante mí como compensación. EL MUNDO ES MÍO, y lo sé.
El delirio de grandeza cobra forma, la alabanza ya no es una aspiración sino que empieza a ser externa. Es como si de pronto fuera mil millones de veces mejor en todo, como si una droga extásica elevara mis cualidades al extremo del superhombre y, sin embargo, me sintiera vacío.

Jamás entenderé la necesidad de perder lo más valioso que se tiene para darse cuenta de la pérdida. Qué afán de infelicidad. Y a pesar de ello me digo muchas veces: paciencia...

Hasta cuándo la tendré...

Reales Imbéciles


- Sabes, tengo barba y estoy vacío por dentro.
- Yo me llamo Güinez y estoy escuchando la banda sonora de ésta película en la que nos retratan.
- No te he dicho una cosa...
- El qué.
- Que somos hermanos y además, yo soy nihilista.
- Ya lo sabía Luke, ya lo sabía.

Cita de Artaud

"...pues las cosas van a sucumbir en la noche y sólo habrá para iluminar la luz de las actividades extirpadas y conquistadas. [...]"

Cuadernos de Rodez, de Antonin Artaud.

viernes, 2 de mayo de 2008

Sobre la forma de afrontar la incerteza

Desde hace algún tiempo me pudro. No soy capaz de asimilar el paso del tiempo ni la incerteza, referida ésta como algo fatuo e irremediable, que se desprende de todo cuanto existe y piensa.

Continuamente vivo en el empeño de objetivar, clasificar en sus filos todas las partes de nombres, caras y sentimientos, e intento, en ése afán de ordenación, sacar de todo ello el mejor y más razonable partido de acuerdo a mis valores y razonamientos, que no son otra cosa que yo mismo. Es por esto que me considero un tipo serio, que hace de la rectitud y la responsabilidad una norma y busca siempre la empatía.

Si cometo locuras, me las guardo en la cabeza y, a veces, las escribo. Mis mayores advientos (como llegadas de clarividencia) son imaginarios, y no hacen daño, porque de mí no salen. Y me hacen feliz porque cada día soy más conformista conmigo mismo, y un poco más seguro y comprensivo, al tiempo que menos endeble, rígido o trascendente. Aunque bien es cierto que no puedo alejarme de ése aura de trascendencia (no mística ni presuntuosa) sino grave, por querer que la vida, la mía, tenga el valor de saber que cada instante no se repite nunca. Por tales razones procuro, me esfuerzo, en ser mejor persona día tras día, con todo lo que ello supone.

Es como si tuviera una enfermedad terminal y hubiese aceptado la muerte allá en la adolescencia, y hubiese llorado al sentir que mi madre habría de morir tarde o temprano antes que yo, y hubiese rezado a Dios como último recurso sabiendo que no existía, engañándome escasos 5 minutos. Como si me dijese que siempre habría de estar enamorado porque así sería feliz y ya, una vez adulto, supiera que por encima de todo, lo más valioso es siempre el Amor. Cosa ésta que supe al descubrir la expansión del Universo y la ley de Hubble, que es algo difusa, como no podría ser de otra manera para explicar dichos asuntos.

Si no he muerto hasta ahora se debe a mi afán de objetivar, de aprender y, en cierta forma, de enseñar. A que hay una curiosidad interior que me obliga a seguir un paso más y a que tengo mucho miedo de desaparecer y no haber existido, no haber importado y haber sido tan sólo un epicúreo más. El día en que sienta que esto no importa, será el último día.

Sé que no soy el mejor en nada -suponiendo que la vida se pudiese afrontar como una competición, cosa que aberra-, pero quizá sea una de las personas que más se esfuerzan por intentarlo.

Sea esto una muestra de autoayuda.


Creo que me estoy yendo, y Crimea es un lugar precioso.