lunes, 30 de junio de 2008

Frutas del bosque


Sabiendo del valor que las palabras tienen, sabiendo que una palabra, o la más endeble de las onomatopeyas, sin ir más lejos, son armas de destrucción masiva en manos de aquél que las domina, me explayo en su uso para lanzarte esto a modo de pie de foto explicativo de un algo que no sé muy bien qué significa.

Por lo anterior, no añadiré más al sabor de la mermelada elegida. Dejaré todas las incógnitas colgando del roce de dedos cuando tires de la manta, si es que te atreves, chica esquiva.

Y sí, el sabor más bello del mundo es el de frutas del bosque, porque sabe a imágenes de dedos que se cruzan entre sábanas y se dicen pocas palabras. Las justas y necesarias para que, por ejemplo, si digo que de tanto sentir el anular del corazón se ha separado, ello no sea más que un vulgar juego de palabras.



[“Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de sí mismos. Abrazados.”] J. J. Millás.

miércoles, 11 de junio de 2008

Werckmeister Harmonies y el teatro

Una vez entré en un teatro muy pequeño del centro de Madrid donde se representaba Esperando a Godot, la obra de Beckett. El teatro del absurdo tiene su punto de morbo, su gracia consabida y tiene, también, su pesadez y su cinismo. La sala era pequeña –ya su nombre anticipaba esto: Teatro de la Puerta Estrecha– y en pocos minutos el aforo se completó. Hacía ése calor estival que envuelve Madrid en una aureola de contaminación y ráfagas de aire sahariano que quema incluso a la sombra. Dentro, sin aire acondicionado, con mucha gente y algunos focos, se podía atisbar el desmayo inminente de algún espectador, gente joven en su mayoría. Vimos la obra. Fue, como se esperaba, una pesadumbre de repetición y pausa. Una especie de lucha contra lo cómico, de pedrada en la sien contra el drama de argumento, contra el sentido común. Luego, se pueden discutir mil conclusiones o moralejas, pero siempre a posteriori. Luego, decía, se pueden ver luchas y revoluciones culturales en el metasentido oculto del teatro del absurdo. Se puede citar La cantante calva de Ionesco e incluso, se puede citar a los dadaístas, con Tzara a la cabeza: ¡Dadá! (Sabed que yo soy el mayor dadaísta (¡ja!) pues rompí hojas al azar del Primer Manifiesto Dadaísta recién lo compré y las regalé a gente que apreciaba. ¿Acaso no es eso un verdadero acto de absurdidad y amor?). Digamos que sale a relucir una frase leída de Descartes, el genio de genios. “No quiero ni siquiera saber si antes de mí hubo otro hombre”. Y con frases así, los solipsistas se callan, los marxistas se ponen colorados, los ignorantes abren la boca y dejan que las moscas pueblen el reino de su paladar y los descreídos… ¡Ah, malditos!... Los descreídos sonríen.



Han pasado algunos años de aquello. Las personas han cambiado y las calles se han visto pobladas de nuevos pasos y otros colores de una suciedad nueva, más moderna y avanzada, pero los teatros siguen siendo y siguen estando en éste debatir del absurdo, en éste entrar y salir por puertas estrechas. Los teatros siguen dándonos la posibilidad de luchar contra el tiempo olvidándonos de él durante un rato.

Hace poco, concienciado de esto, regresé a un teatro parecido a aquél de la puerta estrecha –esta vez era uno de la red alternativa– pero, a fin de cuentas, un lugar como el de entonces. La obra era una nimiedad escrita por dos jóvenes enamorados, en la que daban rienda suelta a todo su ideario político, social y humanístico, con decenas de referencias “culteranas”, dejando claro cuáles eran, a su modo de ver, los patrones a seguir de entre la pléyade de cosas malas y buenas que el mundo nos ofrece. De toda la amalgama de Nuevo Teatro que vi aquélla noche en compañía de una pareja amiga, hubo un momento revelador cuando, en una escena de la obra, las dos chicas protagonistas, que encarnaban a una pareja de chicos enamorados residentes en el Berlín del muro, se tiraban al suelo y permanecían inmóviles mientras todo se oscurecía y en la pared del fondo comenzaba la proyección a tamaño considerable de una larga secuencia de una película de Béla Tarr. El filme en cuestión –no lo supe hasta días después- era Werckmeister Harmonies y, en la escena, se veía a un tipo que, rodeado de los borrachos de un bar, intentaba por imitar, a modo de representación y con la ayuda de los borrachos, el movimiento del Sol y los planetas. Pasados 5 minutos comenzaba una música de piano. Creo poder decir que pocas veces he escuchado algo tan bello, tan tierno. Eran apenas cuatro notas repitiéndose, pero me tocaron por dentro, retorcieron mis vísceras, soliviantaron mis humores. Y lloré, sí, lloré. Y recuerdo que la escena terminaba con el protagonista saliendo del bar tras rogarle al dueño que le dejara un poco más. Y recuerdo la mirada de perro triste del dueño hacia la concurrencia de borrachos. Y recuerdo el travelling hermosísimo del protagonista caminando por la oscuridad de unas calles de pueblo mientras las cuatro notas sacaban lágrimas de mi interior a una velocidad contenida de tres nudos por hora o de veinticinco años por minuto o de mil dos cientos seis besos por vida.

martes, 10 de junio de 2008

La tarde de la señora que no era

Pienso en ti como si no pensara
como si las pequeñas corrientes eléctricas que pueblan mis nervios
recorrieran a la deriva los derroteros inciertos de la incertidumbre
haciendo de cada bandazo un truco de escapista
de cada mensaje una botella hueca, sin corcho,
de cada luz, una sombra.

Pienso en ti como si no pensara
como si haciendo del juego una muerte pausada
alargara la vida de un sentimiento inerme
estirando el brazo, mirando a un amigo o sonriendo de vez en cuando
con cansancio y ojeras y unas canas encargadas
en la tienda de los aniversarios venideros.

Pienso en ti como si ya no pensara
como si no estuvieras como cuando no estabas
como si de ser muchas veces algo sólo cobrases sentido
cuando sólo eres un nombre bonito y un apellido magnético.



A Julia Lindbeck, sea quien sea.

miércoles, 4 de junio de 2008

Morir con otro nombre

Emborracharse lánguidamente, para acabar llorando, en una ciudad que nunca ha sido la propia, que suena a voces que no suenan, que son incomprensibles de cerca y de lejos. Y terminar después tirado en un portal, viejo y bañado en sudores fríos, con la vida de un hombre sin cara que se hizo llamar Sebastian Melmoth tras escribir La balada de la cárcel de Reading.

"Y todos matan lo que aman,
que todos oigan esto;
algunos lo hacen con mirada torva
otros con la palabra halagadora,
el cobarde lo hace con un beso,
¡con la espada el valiente!"
Extracto de La balada de la cárcel de Reading, de Oscar Wilde.