jueves, 18 de junio de 2009

Quizá tus miedos.

Mientras la duración de tu mano quepa enervada. Lloran las tazas ya, mientras el hombre viene a traer la cuenta. Mientras se encuentran sus caminos en los pasos dados. Todo lleno de cruces y ojos tachados. Qué silencio más tierno, mi noche //

Así te toco

Cuando se transformen amapolas en pies. Dulcemente. Tengan ustedes la razón o no la tengan, pueblen entonces mi corazón. Habiten mis sueños, sean. O más allá, destruyan hasta la última pieza insurrecta de mí.

No hay luto perenne

Y entonces surgen esas uñas holgazanas, sufrientes dolientes, cariacontecidas. Si me fustigas si me invades si me logras si me instas si me chirrías si me inquietas si me lanzas si me planteas algo más cerca de lo viejo por novedad que por nuevo. Si me yergues al estigma. //

Quizá tus miedos.


miércoles, 17 de junio de 2009

Como si fuese un decálogo


"Las veces en que cruzas una avenida. El semáforo está en rojo y no hay ninguna historia. Al lado una pareja grita y él amenaza con partirle a ella la boca. Dice que le va a dar un pollazo que le partirá la boca. Se van gritando y estás como atónito. Ensimismado.


En la parada del bus me recogen los muertos

me dan goznes y brisa, y suturas y luego

y se evitan conmigo, el firmar sus deberes

y en la oscuridad postergan,

aquello que a nosotros nos parece impostergable.


Cruza los dedos y salta. Recuerda aquél juego de niños. Creo que se llamaba la pita o algo así. Tirabas una piedra sobre unos recuadros pintados con tiza. En el suelo. Tenías que saltar a la pata coja, coger la piedra y regresar. Hacer el circuito según lo indicado. No te salgas o pierdes. No te salgas de la línea o te despido. No te salgas de madre. Y bueno, está todo eso de hacerse el mayor y aparentar, pero eso viene cuando alcanzas la pubertad y después, cuando encuentras pareja y empiezas a ir al ikea más de dos veces al mes, no ahora.

No extrañarás al vecino de al lado, cuando por su silencio,

se te ocurra que ése olor provenga de su cuerpo.


Los mandamientos ni siquiera me los sé. Nunca me los he aprendido. No, espera, sí que los aprendí. Era en el colegio, en clase de religión. Teníamos una profesora llamada Manoli que era tonta. Esto os lo pueden decir, y lo corroborarán, todas aquellas personas que hayan ido a clase con ella. También podría decir, en lugar de “todos aquellos que hayan ido a clase con ella”, algo así como “todos aquellos que hayan perdido su tiempo con ella”. Sería más certero, adecuado y correcto. También esto os lo pueden confirmar unas centenas o miles de personas.

En una de ésas clases con Manoli, nos obligó a aprender los diez mandamientos. Me quedó claro lo del No robarás, Santificarás las fiestas, No cometerás actos impuros y No matarás. Lo demás, si alguna vez lo supe, se perdió en la niebla de la memoria o en el cubo de la basura o quizá las ratas lo estén devorando ahora mismo en el trastero de mis padres.

No matarás cometiendo actos impuros.

Entendamos entonces que matar es un acto puro, reductio ad absurdum mediante. Manoli no me enseñó nada acerca de la lógica formal. Dicha ciencia estaba en mi adolescencia llena de pústulas y ocluida por centenares de convoluciones de mi propio cerebro. A cada día que vivo un poco más, procuro desenrollar concienzudamente esas revueltas de mi carnosa visceralidad.

Como en ésa escena de Salvar al soldado Ryan, cuando se asoma a una esquina un hombre del comando protagonista y un francotirador apostado en un campanario le manda al barrio oscuro con un silbido corto y preciso. Corto y preciso.

Qué felicidad extraña es ésta

que sumerge mis manos entre venas de pan

que acaricia el envés de mi huella que es mansa

que ocasiona problemas en mi juego de empates.

Vete. Estamos a punto de vernos. Esa esquina guarda el alma de nuestro encuentro. La siento prepararse a medida que me acerco. Se peina el reborde con cada paso que doy. Sus pegatinas a mis pasos, escaleras de metro. Sus recelos de grafiti y mi noche diurna. Esquina cáustica de regular simetría. Novecientos noventa grados de repetición en besos, de círculos concéntricos que no llevan a nada, que nos hacen morir, que conforman mi vida, y la tuya, ahora que podemos tener

un punto de vista inoperable.


Me rozan los vencejos un poco los dedos. Sigo dormido y sueño. Y mi sueño muta a pesadilla. Y de pronto estás muerta. No tengo consuelo. Es el desconsuelo. Y lloro. Y mi abuela, que está muerta también, viene y se postra ante mí, en un remanso de casa que nunca existió y que me invento, y allí le lloro en sordina sin que en el recuerdo luzca el sol, se acabe todo o renazcas.

Al fin se acaba el día. Es hora de levantarse."


J. L. Pomona


Anfibios de Europa

"Empalo niños.

Quizá no deberías estar leyendo esto. Seguro que no eres lo bastante grande como para entenderlo, para saber que empalar es una cosa que duele y mancha, para saber acerca de lo malo que es lo malo.

Les cojo por la solapa y les cuento historias. No son historias bonitas. Nada de ángeles o príncipes que matan dragones y salvan princesas. Les cuento historias de ponzoña y basura. Cosas malas, no lo dudes.

Per está sentado al borde del camino viendo cómo se muere su abuelo. Y no hace nada. Antes, cuando papá enfureció y se puso a llorar, yo buscaba una salamanquesa. Mi primo me prestó un libro de anfibios. Anfibios de Europa. Así se llamaba el libro de mi primo. Entonces el abuelo se puso a toser y luego papá empezó a correr y ya no paró hasta que el abuelo murió. El abuelo es el padre de mi padre.

Cuando Per está solo piensa en salamanquesas. Anfibios con apellidos raros y nubes. Nubes sucias de color gris claro y gris menos claro y gris oscurísimo y también azul grisáceo. Como aquella vez en que el cielo se rompió sobre la tierra y se ahogaron las hortalizas del huerto. Tierra al punto de licuefacción. Cagalera de tierra.

Me gusta mirar por la ventana, ver mi reflejo.

Ahora ves donde te estás metiendo. ¿Eres consciente de lo que…? Bueno, da igual. Dejémoslo. Si tienes que saberlo, lo sabrás.

Una vez vi a un pequeño comer dulce de leche. No parece extraño pero lo es. El niño tendría unos ocho años y sus dientes diminutos pedían a gritos que alguien hiciera algo. Porque no hay nada más horrible que la sensación de que un diente se te mueva. Es tener un apéndice arrancado pero aún unido a ti por un jirón de carne ínfimo. Insoportable.

El niño estaba en un parque. Caminaba con su padre y le gritaba porque parecía insatisfecho con el juguete que le acababa de comprar el papá. ¡No me gusta! ¡No me gusta! Y así. En el transcurso del sexto ‘¡No me gusta!’, el papá le dio una bofetada que le arrancó dos dientes. No solo el que se movía sino también el vecino. Se hizo el silencio. Y hubo sangre y silencio.

Desde entonces me da vergüenza sonreír.

¿Ves? A que no es hermoso. Te lo dije.

También está la historia del perro que muere. Es una historia multicéfala. No sólo muere en mi historia, llegada a mí por otros, sino que son otros los que hicieron de la muerte de un perro, la muerte del Perro. Así, algo genérico y caprichoso.

Una de sus muertes es desconocida, sólo sabemos que está muerto. Una mujer-loca encuentra flotando en las aguas de la bahía una bolsa. Eso es lo que la mujer-loca nos cuenta, pero supongo que la bolsa estaría al borde del agua, en la orilla. Dice la señora que fue a ver qué había dentro. Una bolsa de basura en la orilla del mar, en la bahía. Sólo una mujer-loca podría ir a ver qué hay dentro.

Un perro muerto pudriéndose en una mezcla de salitre y babas. No precisó la raza.

Otra de las muertes del perro es la muerte del atropello. Un perro de nombre estúpido que se escapa y se descuida. La muerte dolorosa que marca la infancia del autor de un libro. Libro que yo leo al final de mi infancia y que me impacta por comparación con Platero. Ésa especie de masa grumosa por la que sólo se siente pena y añoranza. Platero era un burro pero J.R. Jiménez hizo de él un auténtico perro. Dos muertes más: la del perro atropellado y la empatía por el burro.

La última muerte del perro es la muerte de la soga. Una circunvalación de fibras. El perro ahorcado que aguarda quieto en 1952 colgando de un olivo. Una película española que no he visto pero que imagino. Un relato de una romántica que pasea ovejas y seduce a feministas de salón y a punkis postmodernos.

Un perro mirando a un cielo que dejó de existir dos metros delante suyo, cerca del vacío.

Deja de llorar, joder. Estabas avisado."



J. L. Pomona.