lunes, 7 de julio de 2008

Las insinuaciones de Phobos. Piotr Korolenko


"Siento un odio hacia lo humano que roza lo extraterrestre. No concibo las explicaciones recibidas ni soy capaz de argumentar para nadie, y no lo concibo no porque me resulten nefandas o huecas, que a veces lo son, sino porque van adheridas a una capa de barniz de sentimientos que huele a una mezcla entre huevos podridos y amoníaco.

Es un asco tan grande hacia lo pasional y el sentimentalismo que ello me hace pensar instintivamente en palizas entre adolescentes y en ácido vertido por la cara de un alguien indefinido. También es una aversión hacia lo trivial y lo incontenible, hacia el misterio de lo humano y de lo irracional.

Sería capaz de matar a millones de personas para conseguir que una sola de las que me importa sobreviva. Para lograr que aunque sólo sea durante un instante, la historia del ser humano cobre forma y sentido. Para conseguir entender de dónde surge en el cerebro lo irracional y extirparlo, y conseguir erradicar el empeño fabulado de hacernos creer, autoengañados, que lo irracional es bueno y da sentido a nuestras vidas.

Es incontenible el martirio del accésit a la clarividencia, el culmen de lo coherente que es saberse valedor de todo y hacedor de nadie, para terminar sentado en ningún lugar, abriendo la boca para decir naderías, vagando por las calles sin más rumbo que el día siguiente. Es horrible saber que nada de lo que hagas tendrá el más mínimo de los sentidos, y que no habrá diferencia entre hacerte un bocadillo y escribir la más bella de las historias posibles. Porque nada, de todo lo posible, me llenará lo más mínimo.

Cada vez con más detalle, me visualizo en mitad del espacio exterior, en la planicie desértica de lo hueco, como un astronauta que se hubiese alejado tanto de su nave que ya no pudiese regresar a ella. Desde ahí, veo al transbordador alejarse y hacerse cada vez más y más pequeño, hasta el punto de desaparecer en un pequeño destello solar, una refulgencia ínfima.


Me quedo pensando en la situación y una vez la asimilo, observo la Tierra con atención. Veo cómo gira rápidamente. Mi órbita me hace ver el sur de África, luego Madagascar, luego el Índico. Y de pronto se suceden todos los sentimientos del final del mundo. Sé que todo se va a acabar. No me preguntéis cómo pero lo sé. Lo primero es un miedo único, irrepetible, que me hace temblar y me provoca una ansiedad mortal, es el peor de los pavores. Cuando se me pasa y soy capaz de centrar la vista en los lugares, el miedo pasa a ser incomprensión, todo se transforma en un por qué bañado de mil puntos de vista, todos imposibles de comprender. A continuación vuelve el miedo, pero ahora más laxo, más práctico, un miedo más de andar por casa, basado en la imposibilidad de seguir viviendo. Luego llega un miedo fraternal al pensar en las vidas de aquéllos que quieres y que sospechas no volverás a ver jamás. Luego hay un halo de esperanza porque piensas que una nave aparecerá por ti, pues no te van a dejar abandonado en mitad del espacio. Luego ves lo inviable que es eso, abandonas la idea y vuelves a pensar en tu muerte, ahora con resignación y pena. Y por último, llega el aburrimiento. Pasa tanto tiempo que ya lo has pensado todo, ya lo has temido todo y estás tranquilo. Has asimilado, llorado y comprendido el final. Y es en el tedio donde encuentras cobijo, donde te reconcilias con el final y surge el sentimiento de indiferencia.


Así, ves que de pronto tienes en la mano un pequeño pulsador, que tiene un botón rojo grande. No es el accionador de tu mochila impulsora, que hace rato ya se quedó sin gas, sino el dispositivo que acciona una bomba nuclear de trillones de megatones de potencia destructiva. Esto lo sabes sin saber por qué, pero lo sabes. Tienes en tu mano el fin del mundo, has aceptado el final, ya nada te importa, estás absolutamente solo… Y lo único que sientes es curiosidad por saber qué pasará después.


Cuando pulsas el botón, porque todos lo pulsamos siempre, hay un silencio mayor que el propio silencio. La sangre ya ni borbotea por tus oídos. Un instante después el planeta se oscurece, se vuelve rojizo, se resquebraja, se descuartiza y sale despedido en pedazos hacia fuera, mientras ves todo maravillado, con la boca abierta, pensando en la belleza.
Es entonces cuando descubres que la belleza es lo último que queda cuando no queda nada.

Y después, en ése después perentorio, suspendido en el espacio, vuelve el tedio y terminas quitándote el casco porque no le ves sentido a la prolongación de la agonía ni al mantenimiento de la esperanza."



Las insinuaciones de Phobos, Piotr Korolenko.

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