martes, 20 de mayo de 2008

Kazajstán (II)

Ahora sabemos que el 11S fue el primer paso hacia el caos. En los años posteriores el mundo occidental aceptó la pérdida de derechos civiles ante el convencimiento de que de ése modo sus hijos vivirían más seguros. En Norteamérica se estableció un sistema ya planeado en la etapa de Reagan consistente en un escudo antimisiles a nivel satelital. En 2009 su operatibilidad era plena. El primer éxito del escudo fue la aniquilación de un grupo de unos mil pastunes en las montañas del norte de Afganistán, hecho éste que no supuso en la prensa más que una reseña no confrontada por Reuters y Europa Press, y que sirvió a la CIA para extender su poder sobre la Administración de McCain. Luego vendrían la lucha antiterrorista en el propio suelo yanqui y su extensión al Reino Unido, una vez que los laboristas perdieron las elecciones de 2010 en una de las más sonadas derrotas de la historia de la izquierda británica. En el centro y los alrededores de Londres aumentó la vigilancia hasta unos extremos inimaginables. Podría decirse que el verano del 2010, en el que hubo una ola de calor que hizo que se alcanzasen los 42º en lugares como Birmingham y que murieran –oficialmente– 23229 personas sólo en Gran Bretaña, marcó un hito en Europa. Ése fue nuestro particular 11S. La opresión estatal y la locura insoportable de los organismos públicos parecieron coaligarse para originar una escalada de violencia protagonizada por gente de clase media –y baja, obviamente– debido a las cruentas actuaciones de la policía al ver sospechosos, terroristas, violadores y malhechores en todos los lugares. Una vez incluso, una decena de mujeres fueron tiroteadas cerca de una estafeta de correos porque fueron vistas saliendo de una mezquita y habían estado reunidas con un grupo de hombres sospechosos de terrorismo de estado. Su delito, tener rasgos musulmanes.

En el resto de Europa, si bien no fue tan traumático al principio, comenzó a expandirse el acoso estatal. En Francia se establecieron perímetros para aislar barrios conflictivos cuya base social era inmigrante (argelinos, marroquíes, tunecinos…) pues se sospechaba que aquél era el caldo de cultivo perfecto para que surgieran terroristas de segunda generación, es decir, hijos de inmigrantes de origen árabe que habían nacido en Francia, que habían sido educados con las costumbres galas pero que, llegados a una edad, decidían radicalizarse como rebeldía ante el sistema. En Italia se produjeron expulsiones masivas de rumanos, búlgaros y otros extranjeros del este. La UE decidió cerrar las fronteras a cal y canto, e incluso Marruecos, con la ayuda de EEUU, estableció una cerca electrificada en torno a su gigantesca frontera para evitar que se colasen musulmanes subsaharianos.

En los años siguientes, el cambio climático se aceptó como hecho inevitable. Ya no se discutía si era un fenómeno cíclico natural o si el aumento de las emisiones de gases de origen antropogénico ocasionaba la subida de las temperaturas. Se aceptó en la cumbre de Bratislava de 2011 que habrían de tomarse medidas. Se retomó el Informe Stern, olvidado durante casi una década, y fue ampliado por una comisión mixta de países. La primera medida a adoptar fue el insuflar fondos a planes estratégicos de investigación sobre disolventes químicos en sumideros de CO2.
Es razonable pensar que, ante el aumento de catástrofes climáticas inauditas, los gobernantes de los países más industrializados se asustasen ante sus propias opiniones públicas que, para entonces, se convirtieron en una única voz. Quepa decir que esto no se entendería sin los miles de muertos del Katrina en New Orleáns, ni los 10 millones de desplazados que la sequía provocó en la zona del Rift, o los terremotos de Japón, o el tsunami que devastó Portugal y que mató a un tercio de la población de Canarias, Azores y Madeira, como ya ocurriera en 1755.

La Península Ibérica nunca se recuperó del maremoto. Hubo una oleada de refugiados que sobrevivieron y huyeron desde Andalucía hacia el norte. Madrid y Bilbao se convirtieron en metrópolis futuristas, con esa imagen decadente de la masificación en contraste con el progreso y la tecnificación. Burbujas de millones y millones de personas que trabajaban buscando un sustento, mientras enriquecían a unos pocos y hacían crecer los rascacielos con el dolor de su pasado y el sudor de sus vidas.

Cuando el Chimborazo explotó yo estaba sentado en el bosque mirando los árboles. Fue la tarde del 11 de agosto del 2014. Una tarde soleada de lunes en la que, después de comer y tomarme un café horrible que me preparé por la mañana, me puse a pasear por entre unos álamos a través de un cauce seco que conducía a la colina roja. Recuerdo de aquél paseo que había algunas nubes en el cielo y que pasaban muy rápido, pero apenas había viento en la superficie, tan sólo una leve brisa. En el primer tocón que encontré, me recosté y me quedé pensando en el pasado fin de semana. Martha y yo habíamos asistido al funeral del que fuera mi mejor amigo en la facultad, un hombre extraño del que en los últimos años de mi vida apenas había tenido noticias suyas. En esos pensamientos andaba cuando sonó mi receptor, un antiguo empaste de cromo-neodimio que llevaba insertado en el segundo molar. Martha me dijo Ven rápido. Luego colgó.
(CONTINUARÁ)

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