lunes, 28 de abril de 2008

Oda a Fernando Pessoa

Imagino cada día la vida que llevaba Fernando Pessoa en su condescendiente Lisboa. Imagino al hombre, no al genio, en sus paseos llenos de gabardinas y sombreros y humo, vagando sin rumbo por la Baixa, o con rumbo de enamorado sin voz, amante secreto de un algo que ni él mismo sabría definir, pesaroso por no saberlo y atroz para con su persona.

Imagino continuamente a Fernando Pessoa, sí. Y me pienso en los modos en los que creo que él hacía lo propio para consigo mismo. O al menos lo intento.

En esa especie de saudade del vacío, donde el deleite reside en el amor infinito a lo acontecible, yo soy yo y mil más que de mí salen. Soy el desasosegado y el apacible, el cauto y el franco, que sin llegar a ser sinónimos, son palabras que se rozan, y soy el solitario y el que a todos pertenece, por inmortal, y soy el que se enamoró una vez y fue para siempre. Ése soy yo cuando me pienso bajando el Chiado, por callejas de grises reverberantes y de farolas hermosas, contenidas en su silencio. Pero a pesar de pensarme en estos modos, la realidad me nutre de otras formas e ideas.

Imagino cosas porque es el medio que tengo para no ver lo que poseo. Imagino cosas porque pienso en la suerte como en algo mundano, algo que las señoras llevan en bolsas de hule para guardar la compra, y así, me precipito en las sombras de lo real, veo las caras de la gente atisbando sus recovecos: aquí la mirada sencilla de la chica triste de la playa de Gros, allí la barba del tipo que abraza entregando su alma cada vez, o la mirada del tipo acuciado por la muerte y que, su forma de ser, ya inamovible, impide una concesión ante lo afable.

Imagino continuamente que soy Fernando Pessoa y me douro una y otra vez al sol de sus consistencias y de sus indecisiones. Es una belleza mutable, gigante, que grita a los cuatro vientos sus ganas de empatía. Es un sentimiento que roza la fe y libera, que mata cualquier ligazón del yo y aliena, y en el que uno lo es todo por y para los demás.

Imagino a Fernando Pessoa en la consecución de su muerte, entre terrores gástricos y resacas infinitas. Imagino la borrachera del sibarita, su fama y su soledad. Continuamente señalo frases, expresiones y sólo soy capaz de asomarme a una ventana da rua dos douradores y escuchar a las hilanderas de la esquina vociferar entre ellas, para luego apagar el cigarro, que ahora es el mío, y volver a mi trabajo como ayudante y tenedor de libros en este ínfimo despacho del día tras día.
A la estatua del hombre, erigida.

1 comentario:

Pat Robles dijo...

La felicidad la llevan esas señoras en las bolsas de hule. Imagino calles soleadas, olas rotas, fados y vinos.
Dime que no es tentador.