jueves, 24 de abril de 2008

Trappen Jagd

Sólo hay una cosa peor que la muerte: su olor. Es una persistencia de arcadas e imágenes de podredumbre y moscas y gusanos. A pesar de todo, uno llega a acostumbrarse.

Desde que llegamos al frente soviético, habiendo pasado previamente por Kiev, habiendo visto la cara a la muerte en Rostov, donde las balas me dieron un par de avisos en forma de cicatrices, hemos llegado aquí, a Kerch, un estrechamiento de tierra en mitad de ninguna parte donde día tras día lo único que vemos es niebla. Desde que fui sacado de la casa de mis padres en Baviera, hará más de dos años, por dos miembros del partido bajo amenazas de traición (uno de ellos llevaba una luger en el costado), las penurias han ido aumentando. Lo que en un principio se me antojaba duro, se transformó en una especie de aventura de sueños donde a cada paso que dábamos se engrandecía la furia renovadora de nuestro espíritu y, con ella, las ganas de lograr que nuestra gran patria triunfara sobre el mundo. A día de hoy, aquél ímpetu renovador es una enfermedad que nos pudre por dentro. Todos nosotros, tanto soldados como oficiales, no hablamos, no nos miramos. Y no lo hacemos porque nos da miedo obtener de los ojos que hace siglos fueron amigos, una respuesta vacía, un óbito de esperanza. Por eso, y por cobardía también, no nos atrevemos a mirarnos entre nosotros, y permanecemos callados con la cabeza gacha.

Nuestro comandante es un hombre recto al que vemos de lejos, que nunca se dirige a nosotros y que, a pesar de sus galones y medallas de mariscal, que obtuvo recientemente, lleva escrito en la cara el cansancio de todos nosotros. Suyas son las decisiones, pero nuestros son los cuerpos y las almas que paran las balas por Alemania.

En la tarde del 8 de mayo de 1942 empezó a cobrar forma el final que Dios nos tenía preparado. El mariscal Von Manstein ordenó a sus coroneles que dispusieran todo para entrar en combate esa misma noche pues la Luftwaffe estaba lista y los stukas ya calentaban motores. El plan consistía en abrir brecha por occidente, junto con las tres divisiones rumanas, para distraer la atención de los soviéticos mientras por la parte oriental del estrecho aguardaba, a unas millas de la costa, la 22ª División Acorazada que ya estaba movilizada en el Mar Negro desde hacía una semana. Así, se pretendían capturar los tres ejércitos rusos que impedían a nuestros camaradas hacerse con los pozos petrolíferos de Bakú y el resto del Caúcaso.

Nuestro teniente instó a la tropa a reforzar la trinchera ante el previsible avance soviético en estampida hacia nosotros una vez llegasen nuestros acorazados por su retaguardia y se viesen entre dos fuegos.

Mientras estábamos comiendo el rancho, un soldado pelirrojo, al cual apodaban en su pueblecito cercano a Bremen, y aquí también, con el triste nombre de Tote-rot[1], empezó a moverse como un poseso y a dar gritos. Eran palabras sin sentido, ideas inconexas. Se refería a algo acerca del amor, repetía una canción infantil y en su cara sus ojos brillaban con una alegría insólita, como la de alguien que baila con la muerte en una orgía de sarcasmo y elocuencia.

Cuando se hubo calmado, tras recibir una reprimenda del teniente, que apenas se interesó por el hecho, comenzó a citar una y otra vez una letanía religiosa en algún dialecto del norte. Creí reconocer las palabras ischa freimaark[2] que yo supuse se referían a desvaríos de un loco. Entre tanto, y en mitad de una lluvia que se clavaba en nuestras extremidades como una plaga de alfileres fríos, el pelirrojo cogió un mazo y se puso de pie, empezando una lenta danza agarrado a sí mismo. Nadie daba crédito y nadie hacia nada.

Y lo inevitable pasó. En ése desconcierto de las situaciones imprevistas, envueltos en una indiferencia mortal, vimos el desarrollo del baile del loco. Vimos también la torpeza de sus pasos, el tropiezo de su pierna coja, y la pesadez de sus ropas mojadas y llenas de barro. Y vimos, por último, como terminaba el vals en el momento preciso en que un silbido seco apagaba la música y ponía sangre borboteando un poco por debajo de su cuello.

La muerte decidió que el juego había terminado, estaba cansada y había de regresar a la vera del hogar tibio donde, en mitad de la noche, le aguardaba una mujer que parió entre dolores y gastó las fuerzas que le quedaban y, más tarde, a la vera del soldado kazajo que, limpiando su bayoneta, cayó sobre ella en un resbalón y, otro poco después, a la retaguardia del capitán gotoso para evitar que el médico llegase a tiempo y, al despuntar el alba, se presentó a la diestra del soldado raso Licht, para arroparlo en el último desvelo de la noche sin noches y susurrarle suavemente, en un delirio de enamorado, que se fuera despidiendo, pues todo cuanto había conocido, disfrutado, querido o anhelado, se lo arrancaría de raíz en la circunstancia ominosa de un próximo día.

Ni siquiera recogimos su cadáver del barro. Nos guarecimos en el fondo de la trinchera y algunos respondieron al fuego enemigo, que no hubiese tenido lugar de no ser por la ocasión que el pelirrojo concedió a los tiradores soviéticos de anotarse un muerto más en su lista de logros.
El silencio es un terror del alma. Esta tierra está tan alejada de todo que vienen una y otra vez a mí las palabras de Zeus, cuando en la Ilíada se refiere al Tártaro –maldita sea esta tierra– diciendo que está “tan abajo del Hades como alto está el cielo sobre la Tierra”, y es tan cierto como cierta es esta lluvia, o esta infinita espera, juego de la dama, donde el único rigor seguro es el suyo.
Se podría creer que, en el mundo, la noche del 11 al 12 de mayo de 1942 no existió. Y no porque la Tierra dejase de girar, sino porque la aviación germana, nuestra querida Luftwaffe, asoló la pequeña ciudad de Kerch hasta que no hubo quedado en pie ni la brizna más débil de hierba. Nosotros, que estábamos a unas leguas de distancia, asistimos al Apocalipsis en silencio, con el respeto que cualquiera muestra ante lo que se sabe terrible. No diré que éramos felices viendo aquel holocausto, pero no engañaré a nadie diciendo que con cada nueva explosión que iluminaba el horizonte, creíamos dar un paso más de vuelta a nuestra casa.

A la mañana siguiente, la niebla cubría todo. Había de nuevo un silencio desolado, como de final. El cielo era gris, la tierra era gris, nuestras ropas eran grises como la tierra húmeda y ponzoñosa. Nuestros corazones, negros.

En mi hora de guardia, miraba por un pequeño catalejo que me había fabricado con dos lupas cóncavo-convexas y, aunque apenas mejoraba mi simple visión, me daba un apoyo en la búsqueda de un algo que nunca supe definir. Quizá la curiosidad de saber quién era mi enemigo.

En uno de aquellos vistazos, me pareció ver algo. En mitad de la tierra de nadie que formaban nuestros dos frentes, un barrizal poblado de minas y alambradas espinosas, creí ver una pequeña silueta de color. Agarré con fuerza mi catalejo, intentando fijar mi pulso, y reparé en que aquella silueta lejana que no se movía, parecía una persona pequeña. Era de color rojo ocre, como una roca extraña, pues sus formas eran suaves. Intenté captar algún detalle más, el más mínimo movimiento, y nada. Estuve así más de dos horas –mi relevo no llegó– y, al cabo, me pareció creer que aquel guiñapo se movía ligeramente. Si era alguien, habría de ser un niño, quizá una niña, pues parecía una capa de las que utilizaban las jóvenes en Crimea para recoger fruta en primavera. Me giré, a unos diez metros tenía a un soldado de mi pelotón al que apenas conocía. Pensé en avisarlo pero como estaba demasiado lejos y apenas tenía confianza con él, no le dije nada sobre mi descubrimiento.

A cada segundo que pasaba aumentaba mi desesperación. Era como si me urgiesen mil millones de voces para que terminara con algo que no había comenzado nunca. Sentía la necesidad de hacer algo y no sabía el qué. A medida que la niebla se oscurecía, indicando que el día dejaba de serlo, mi corazón latía más y más fuerte, carcomiendo los cimientos de mi cordura.

Así fue como, al llegar la noche, y con el nuevo espectáculo de luces y muerte, me sumergí en los disparos contra un nodo indefinido y difuso en donde, de vez en cuando, veía sombras y gritos.
Recuerdo esa noche con holgura pues mis esperanzas se focalizaron en una sola: aquella niña. Mi único deseo, mi rezo durante aquella explosión de metralla y desolación era por aquella niña. Pedí a lo poco de Dios que quedaba en mí que me nublara los ojos de la imaginación y me sacara de la duda.

Con las últimas explosiones en las trincheras soviéticas, no sólo cabían en sí de gozo nuestros camaradas, avanzando en aluvión sobre los posos del enemigo para bañar sus penurias con saña, sino yo, en mi alma, sentía la alegría excelsa del que tiene en su mano la última pieza del rompecabezas y sabe donde colocarla. Iba a saciar mi curiosidad.

En nuestro avance, al alba del 13 de mayo, salimos de la trinchera despacio, con la cautela del acomodo y del miedo. Me adelanté con cuidado, tanteando el terreno y pisando allí donde nuestros zapadores habían certificado que no había minas. La sangre, y la bilis, y todos los humores de mi alma bullían de placer. Cuando estuve a la distancia más próxima que el camino recién fabricado me permitía acercarme al lugar donde creí ver una niña un día antes, observé que la niña no era otra cosa que un saco raído de color marrón.

Hoy es 19 de mayo de 1942. Escribo esto desde una cabaña situada a una milla de Kerch. Ayer, la ciudad fue tomada por nuestro ejército. Se han capturado más de 100 mil hombres los cuales son, en su mayoría, un grupo de niños y viejos piojosos. Hemos conquistado Crimea pero yo siento que hemos sido más crueles de lo que nuestras mentes son capaces de asimilar. Hemos conquistado Crimea pero ello nos ha convertido en ancianos huecos.

Es paradójico que, elogiando la locura, Erasmo se refiriese a la felicidad del que es feliz aseverando el error de aquellos que creen en la dicha humana y suponen que está en las cosas mismas, cuando lo cierto es que únicamente se halla en el concepto que de ella tengamos. Esto se abre ante mí en las páginas del libro que guardo esta noche.

A veces la muerte, se equivocaba. Son pocas veces, pero existen. La muerte también es humana y yerra, como todos. Quizá me avisó aquella noche, cuando murió el pelirrojo de Bremen. Quizá venció en mí la cordura de no ir a salvar a una niña que nunca llegó a serlo. Quizá la muerte guardó su guadaña en el fondo de aquel saco.


Una confesión de la gran guerra (manuscrito encontrado en Vitebsk, actual Bielorrusia, a comienzos del verano de 1944), por Alexander Licht:

"La guerra mundial empezó, y vimos morir a Dios y a las estrellas en Occidente. La muerte barrió la tierra. Tomó la máscara de su rostro, y su cara de huesos sonrió desnuda. La locura y el dolor cincelaban ahora sus rasgos. Partimos a la tierra de nadie, presenciamos su danza en la lejanía y oímos su retumbar en la noche. Así acarreó su cosecha de mies inmadura y en granazón.
Su naturaleza nos transformó. Nos dio medidas y nombres distintos a los de la vida, y sus sueños marcaron la imagen de nuestro tiempo. Su sombra cayó sobre nuestro devenir en la grandeza y en la caída. Sus pensamientos ocuparon el espíritu de los buscadores, y en nuestra alma crecieron de su simiente el duelo, el miedo y el sufrimiento.


Maduraron aventuras de las caminatas y peligros en su vecindad, pero el diálogo de los ángeles enmudeció junto a nuestras tumbas. Nosotros, anónimos y desconocidos, solitarios y amantes, locos y sabios, pobres y ricos, aceptamos la lucha con nuestro destino, y bajo la constelación de la necesidad encontramos nuestro cumplimiento en la resurrección y la carroña. Como fuegos fatuos danzamos en torno a su altar, verdugos y ajusticiados, víctimas, réprobos y benditos. Ansiábamos conocer sus secretos, el sentido de sus enigmas y la revelación de su juego con máscaras y bagatelas. Como sonámbulos llevamos la vara de zahorí de la palabra, y la esperanza, la fe y el amor volvieron a ganar peso. Desde el infierno de la tormenta de acero, desde la disposición a la muerte, el asalto del destino y la soledad de las estrellas nos precipitamos al abismo de la eternidad, y en la profundidad encontramos el rostro de Dios bajo los escombros y el polvo de nuestros años.

Así la muerte se instaló en nuestra vida. Montó guardia en la tierra de nadie."




Notas:

[1] En alemán, muerto rojo.

[2] En el antiguo dialecto alemán hablado en Bremen, ischa freimaark hace referencia a un grito coloquial que puede traducirse como ¡es mercado libre!, aunque también se refiere a la quinta estación del año que existía en el norte alemán, en el 1035, en tiempos del emperador Conrad II. Esta expresión se asoció siglos después a lo tradicional, lo autóctono, por la feria que se celebra en dicha época y que dura hasta nuestros días.

1 comentario:

Pat Robles dijo...

No puedo decirte nada, Diego.
Es demasiado cojonudo como para decirte cualquier cosa.

(Agh, realmente te expresaría muchas cosas pero las palabras se reducen mediocremente a "guau", así que pasaré de largo el hecho de que no te hayan premiado.)