jueves, 16 de julio de 2009

El poema a la anciana de la librería abandonada


La señora de la tienda abandonada me ha saludado. Ha tendido un puente de voz de cercanía con trozos de diente y tristeza de guiñapo de carne. Creo que es su vejez.

Yo atisbo. Macramés de ciruelas, de hebras de ciruelas, de pasos de ciruelas y de ciruelas de ciruelas, hijas éstas del árbol supremo. Quiero pensar en lugares como Langre, como Ris o Mataleñas. Su violencia. Ya veo el faro que hoy huele a mis pies que sudan por culpa del calor de peces. No nos cogerán con vida.

Esta sombra me inquieta, Elena. Se mece bajo cargas, provoca estreses plurales, llueve. Esta sombra es centro y afueras. Esta sombra es luz a pesar de todo lo que puedas decirme.

La señora de la tienda lee un libro y su puerta permanece entreabierta. Sus rejas, cremallera de arrugas y llanto ajeno, están al desdén meteorológico. Yo, que soy voyeur, me apeno y pienso. Qué será de la anciana que lee un libro en su tienda abandonada cuando nadie la mire, cuando el edificio que alberga la tienda se venga abajo en el próximo lunamoto.

Una vez estuve en Guetaria. Los ratones allí son otra cosa, como si dijéramos, barbas de alabastro hoy ya sumergido. Las aguas de la mar son estrellas en un buque. Son ráfagas y balandros movidos por lo triste.

Saldré a la calle ahora, a la consecución del pacto de nuestro encuentro, luego. Soy honorable como un estambre verde que cumple su palabra. Estaré al acecho. Bailaré las canciones. Todas las canciones, e incluso ésa: La que tanto odio.

No sabían de ella más que la parte final de su nombre. A pesar de ello, la miraban.



Fotografía: La fin du monde.

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