miércoles, 10 de septiembre de 2008

Épica de los trozos que somos y de las partes que dejamos de ser

A Hans Magnus Enzensberger, por la pasión de sus incredulidades




Es en el lugar más recóndito de lo que no es
fuera de todo lo siquiera acontecible,
donde tiene lugar el espacio, donde todo se abomina
donde las siete veinticuatro son sábanas contrarrevolucionarias
donde tu cara es un sistema de perífrasis verbales rotas
dispuestas a conformarte en persecuciones obligadas de coches y disparos y gabardinas

Es en la familia de ácaros que hay debajo de tu cama,
donde cobra sentido el amor
por la especie de homínidos que vive a ultranza el apocalipsis de lo cotidiano:
la debacle y los phoskitos.

Y así, juegas tus partes a disimular, vistes de lejos brazos,
revisitas pedazos de letras en cartas de papel negro trazadas a tinta oscura.
Y bañas los gestos, al gesticular, en retazos someros de paisaje antillano,
de lugar no visto, o apenas contemplado,
de peste bubónica o enfermedad terrible o pandemia inapropiada.

Y por eso, el horizonte se fabrica de tu mano cuando lo miras
y es ungulado y tiene un tacto cárnico y montañoso,
que es la forma en que yo veo las montañas de mi hogar en colores diversos

Y, por eso, el imposible se contiene en un querer sin poder
al estirar tu brazo de un modo rutilante y bello,
queriendo ser final sin siquiera principiarse.

1 comentario:

Martín Garrido dijo...

Cambiamos, evolucionamos sin parar... Los trozos de los que nos desprendimos (o desprendieron) eran lo que fuimos y lo que nunca volveremos a ser. Eso está o bien, o quizás no. Quizás hay momentos en la vida en la que somos casi perfectos, como cuando somos niños vacíos de maldad y miseria, y estaría bien poder mantenerlos, conservarnos así para siempre...

Un saludo.