miércoles, 23 de abril de 2008

El zulo (I)

Caminaba por la calle con lentitud. Al llegar a Elm Street se fijó en un escaparate en el que una televisión tenía sintonizado un canal distinto que el resto de televisiones, como una decena. Era una especie de atolón de voces mudas y caras en medio de un océano de cambiantes colores de anuncios publicitarios, en el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Una especie de oasis.
Caminaba pensando en esto cuando de pronto un coche paró junto a la acera, bruscamente, derrapando y golpeando con una llanta en el bordillo. En un abrir y cerrar de ojos salieron del interior dos personas con pasamontañas que la cogieron por los brazos y le dieron un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente.

Al despertar, una habitación diminuta, quizá un zulo, un fluorescente en el techo y una puerta de color negro. Nada más.

Dos días después, pasadas las horas de la desesperación, el terror y la incomprensión, cuando la chica ya se hubo tranquilizado, se oyeron pasos fuera. El olor era un olor a viejo, a estancado, de aire viciado y algo pútrido. Papel mojado, detritus, humedad...

Comía pan duro mohoso que había en una esquina dentro de una pequeña bolsa. Lo empezó a racionar porque era poco y los días pasaban -esto al cabo de una semana- cogiendo únicamente al principio dos rebanadas al día y a partir de la séptima jornada ya sólo una. Bebía el agua que podía de una garrafa de cinco litros que ya estaba casi vacía. Temía por su vida. Al principio con terror, luego con miedo, luego con terror de nuevo y seguido temía por su vida por instinto, luego temió por su vida por cansancio y al final temía ya por su vida por aburrimiento.

Al octavo día la puerta se abrió mientras dormía. Se despertó, pero ni le dio tiempo a girarse para ver algo o a alguien, pues tiraron junto al quicio contiguo a la entrada una gran bolsa de plástico que contenía comida y otra garrafa más de agua. Otros cinco litros más de vida. Había además un libro, uno sólo. El título apenas se distinguía de tan sobadas que estaban las tapas. Ponía Gue__ _ paz, con letras no muy grandes, quizá Arial tamaño 48 y en negrita. Debajo ponía el nombre del autor: Lev Tolstoi, con letras más pequeñas.

El día en que metieron la bolsa en la celda, su enfado era tan grande que se negó a abrir el libro. Al final del día siguiente lo cogió entre sus manos, lo hojeó y leyó la sinopsis y la referencia del autor. Empezó a leerlo. Ya no lo soltó hasta que lo hubo terminado.

Dos días después, mientras comía un pedazo de queso de las varias cosas que quedaban aún en la bolsa, una voz de hombre gritó al otro lado ¿¡Te lo has leído!? Y ella, al principio calló, esperando una reacción, pero ante la insistencia del hombre contestó que sí. Acto seguido se abrió la puerta lo justo para hacer pasar otro libro, que fue lanzado contra una pared lateral y se cerró de nuevo y hubo silencio. El título esta vez era Una fábula, de un tal William Faulkner. No había sinopsis ni reseña bibliográfica. La desconfianza duró un par de horas. Se puso a leerlo y, al igual que con el anterior, lo hizo de un tirón.

Trataba sobre la historia posible del soldado desconocido al que se rinde homenaje en el Arco del Triunfo de París. Decía un pasaje que “ayer, cuando amanecía, un regimiento francés ha hecho algo... ha hecho o ha dejado de hacer algo que un regimiento que está en primera línea no debe hacer o dejar de hacer y, como resultado, el conjunto de las operaciones militares en el occidente de Europa se detuvo ayer a las tres de la tarde." Eso decía un pasaje y, por unos instantes, mientras leía esas exactas palabras, ella se olvidó que estaba en un zulo de apenas cinco metros cuadrados y se imaginó vívidamente en el frente francés en 1917, en el interior de una trinchera del ejército aliado.

[CONTINUARÁ]

1 comentario:

Pat Robles dijo...

¡Así da gusto ser secuestrado!

Seguramente la chica no había leído nada en su vida, porque para no conocer Guerra y Paz... (que digo yo que no lo conocía, porque si necesitó leer la reseña bibliográfica...)

Aunque yo he de admitir que lo que ponen las editoriales en las contraportadas cuando hablan sobre el autor me divierte mucho. Sobre todo si van acompañados de la foto del susodicho autor, con esa cara de "qué intelectualoide soy". Como Ruíz Zafón. Intelecto supremo y dinerito para Planeta. Yujujui.