martes, 22 de abril de 2008

El accidente

Iba sentada en el asiento número 32 de un autobús lleno de personas con caras y brazos, en su mayoría. Poco más. Las tres televisiones enganchadas al techo del pasillo central emitían una película mediocre que ya había visto. La gente torcía la cabeza fijándose mucho en las pantallas que, a esas horas, y debido al sol de la tarde, se convertían en una especie de auroras boreales de planas y pequeñas proporciones. A cada rato echaba un ojo para ver cómo evolucionaba Tom Cruise en su lucha contra las naves extraterrestres y su intento por salvar al mundo. Era un esfuerzo tan inútil como ver el porno codificado. A pesar de ello, la gente atendía.

Tras hacer la parada de rigor, en la que ella no se apeó del bus, se quitó los auriculares y escuchó la conversación del asiento posterior. Dos chicas jóvenes se preguntaban si el embalse del Ebro, al que ellas llamaban lago -por ignorancia-, era tanto o más grande que el lago Michigan, allá por los Estados Unidos. Quería compartir la revelación de tal ignominia, que alguien mostrara su enfado por tal barbaridad, por ese atentado contra el rigor de la proporción y el sentido común del buen ojo. Nadie, ni siquiera la chica que estaba junto a ella, hizo el más mínimo gesto, el más leve comentario. Esta última muchacha, la del asiento vecino, se entretenía en leer un best-seller infumable de esos que engrandecen la autoalabanza del lector en proporción a su número de páginas una vez se ha finiquitado. Intentó por todos los medios hacerse notar, impedir que aquélla salvajada quedara impune y hacer algo, pero la voz interior de una conciencia muerta le instó a quedarse quieta y callada.

Comenzó a llover, las gotas, movidas por el viento favoroso y la velocidad del autobús, golpeaban oblicuamente contra los cristales, o mejor decir, de refilón, pintando a cada choque líneas discontinuas largas y estrechas que al principio apenas se mezclaban y que, después, se tachaban y superponían. Era como un atardecer lleno de nubes en el que los rayos de sol se cuelan por entre nimbos y estratos y cúmulos y cirros también, e incluso por entre estratocúmulos, cumulonimbos, nimboestratos, o cirrocúmulos y, en alguna rara ocasión, por entre nubes lenticulares, que son hermosas y raras como los urogallos.

En la explosión de lluvia, el cielo se oscureció. Por entre los cabeceros de los asientos, mirando hacia delante, pudo distinguir unas luces de emergencia, naranjas y rojas y azules, algunas intermitentes, en la lejanía inminente de la carretera. Se puso el cinturón de seguridad por instinto.

Instantes después un martillo devastador golpeaba el autobús haciéndolo trizas. Un golpe seco alargado por chirridos infernales y ruidos de cristales.
El tiempo se para.
La chica de al lado sale despedida contra el techado del aire acondicionado, hay cables y virutas. Hay sangre y se oyen gritos desacompasados, estridentes y cortos.
Hay un momento de silencio y sus ojos se nublan.

1 comentario:

Pat Robles dijo...

He tenido ese impulso de abrocharme el cinturón en todos mis viajes en autobús. Esa imagen de todo hecho trizas y millones de pedazos de metal amontonado encima de mi cuerpo siempre me ha parecido interesante.

Fatalismo de andar por casa.

¿Qué fue antes el lago Michigan o el Ebro?
Un, dos, tres, responda otra vez.