domingo, 3 de mayo de 2009

A todos vosotros, zombis (Homenaje a R. Heinlein)

"Tienes una impresión de lo lejano y de pronto esa impresión se acaba y ya no hay más lejano ni más lejos ni más nada. Tienes que creer en otra cosa. Tienes que creer. Si no crees en algo no hay nada. Y cuando eso ocurre…

Sales del metro y te cruzas con una mujer que entra. Lleva prisa. Su cabello es movido por las corrientes de aire que viven allí, acechantes.
Son unos segundos lo que tardo en cruzarme con ella. Tiene unos cincuenta años, pelo teñido de algún tipo de marrón claro que no sabría definir, ojeras, ropa común de entretiempo, estatura media. Tiene prisa y nuestras trayectorias se entrecruzan. Lo que me ha hecho escribir sobre esto no son los detalles vacíos de su nulidad, ésa normalidad extrema de lo común. Lo que me ha hecho reparar en ella es que llevaba una máscara. Una mascarilla hospitalaria, de color azul hospitalario, con las pinzas de sujeción hospitalarias que se acoplan al puente de la nariz. La mujer, justo en los segundos en que venía hacia mí, se ha ceñido esas pincitas. Y la he mirado mientras lo hacía y también me he fijado en que alguna persona de mi alrededor la miraba. Creo que es este el modo en el que las cosas empiezan a desmoronarse.

Si hoy es una la señora que acerca a nosotros lo lejano, mañana serán dos las que lo hagan. Japón está muy lejos, en el fin del mundo. Creerán que lo lejano está viniendo, creerán que ante lo malo se puede tener previsión. Se pondrán máscaras. Quizá hoy sean de tela, pero mañana serán máscaras antigás y pasado será cerrar la puerta al vecino por miedo. Ocurre que nadie quiere morir. Y ocurre también que nadie quiere temer.

Sabes, he pensado en los japoneses cuando salía del metro. Sí que he visto imágenes en la tele de japoneses que llevan máscaras, pero eso son imágenes. Las imágenes, cuando has crecido en nuestra época, no son algo que toques y huelas y sientas. Siempre he pensado que era una cuestión de tiempo que nos convirtiésemos en ellos, en los japoneses. Que la contaminación fuese tan alta que nos obligase a llevar máscaras. Que los atentados con gas sarin en el 95, de los cuales algo recuerdo, causaron más temor del que la televisión nos dio a entender. Es fácil perdonar, como se suele decir, pero muy difícil olvidar. Siempre es así. A veces ocurre que el miedo se refugia en lo cotidiano, en el temor al robo, en la agresión del inmigrante o del joven vándalo, pero siempre hay un temor subyacente que es más doloso y al tiempo veraz: el miedo al miedo.

Cuando me leo El país del miedo, de Isaac Rosa, entro en la neurosis de lo cotidiano. El padre que teme al matón de su hijo, por ejemplo. O los robos en el vecindario. O la potencial agresión del novio de una empleada de hogar despedida injustamente. También están las reflexiones en torno a esos miedos, la desconfianza, las apariencias ante el miedo. Pero lo que no entiendo es el miedo en sí mismo. Ése miedo que nace con el terror, que es la muerte cuando se da. Y que tiene menos probabilidades de sucedernos que el que nos parta un rayo o que se estrelle nuestro avión.

Cuando viajo en avión siempre pienso que me voy a morir. Me digo estupideces para convencerme de que todo irá bien. Me las digo por dentro, sin que los demás se percaten. Son una especie de rezo autoconfiado. Recuerdo que Javier Marías hace algo similar, porque también sufre el temor –lo leí en un artículo-confesión suyo. Él se confía a amuletos, yo a mí mismo. Mis manos comienzan a verter líquido frío, me digo que es ingenuo y estúpido pensar que moriré. Aterrizamos, o despegamos, y los minutos de temor pasan y sigo vivo.

Cuando me he cruzado por la calle con la señora de la máscara esta mañana he sabido que el mundo estaba jodido. Las cosas irán a peor. Los periódicos se encargarán de escribirlo, las radios de leerlo -con voces profundamente duras y con dicciones radiofónicamente perfectas-, y las televisiones se encargarán de mostrarlo. En general los medios de comunicación siempre hacen bien su trabajo. La gente cree que se trata de explicar verdades. Otros de contar mentiras, de convencer. Algunos incluso piensan que todo esto se trata de entretener, de hacer perder el tiempo, o seguir moviendo la maquinaria del sistema. En realidad los medios de comunicación son sólo eso, medios. Son formas cada vez más avanzadas y multivalentes de hacernos llegar las opiniones, las informaciones de otros, de todos. En un mundo de miríadas, los problemas se cuentan por millones, al igual que las alegrías. Todo se magnifica, todo es relevante y, por la misma razón, todo es vacuo e innecesario. El mundo se acabará y nosotros seguiremos ahí para verlo. Si no somos nosotros serán otros, pero siempre habrá alguien contando lo que ocurre. Si acaso pensando acerca de ello.

Cuando me he cruzado con la señora de la máscara he sentido miedo. A diferencia de la mayoría, no he sentido miedo ante la amenaza real (que nunca existe),
sino miedo del miedo. He sentido que la verdadera pandemia será la pandemia del miedo, el oprobio de la ignorancia. Su miedo es el mío, porque ha logrado transmitírmelo, porque he cursado con él la aventura del día siguiente y en dicha semblanza, la prognosis del fin resulta ciega.

Es difícil creer en algo cuando se caen ante ti los pilares de tu consistencia. Es como si te rompieses las piernas y soñases ganar maratones. Es difícil vivir con el convencimiento de saberse muerto. Por eso los zombis, dominaréis la tierra.

A todos vosotros, zombis."



J. L. Pomona.


Fig. Detalle de Iván el terrible y su hijo (Repin).

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