Al despertarse, todas las mañanas del mundo se convirtieron en ésta. A su lado yacía una mujer desconocida casi totalmente desnuda y pálida, como si se tratara de un cadáver yermo, sin nada que decir, lleno de gusanos y pútrido.
Se quedó mirándola asustado unos instantes y algo en él hizo que saltara de la cama, que nunca llegó a ser la suya, y huyera de allí.
Como si le hubiesen arrancado miembros a sangre fría, y hubiese sido consciente durante todo el proceso, se vio en el aeropuerto esperando un tiempo infinito para consumar la huida hacia Limassol. Una huida de esperas interminables y escalas imposibles.
Lo único que había en su maleta era un cuaderno de notas, un poemario de Artaud, las Memorias de ultratumba de Chateaubriand y pañuelos de tela empapados en un perfume de mujer. Para escribir, desde que el fin del mundo empezara, se obligaba a usar un lápiz porque sentía que los trazos de grafito lo acercaban más a la nada. Había comprendido lo que el eclipse significaba: no recordar, no anhelar, vivir del éxtasis de lo irrepetible, para terminar la huida de la humanidad hacia el horror vacui.
1 comentario:
Siempre me ha parecido que el lápiz es más sucio para escribir. Y encima se corre, dejándolo todo perdido.
Sucio, sucio, sucio.
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