domingo, 29 de noviembre de 2009

Herramienta para optimizar la facturación hereditaria de un suministro tipo Padre


"Desastre es el lugar donde me caigo y hay matanza,

son lazos que me agarran,

como un ciempiés de mármoles tejidos por el celo

el cruce de tus dientes en la punta de la noche

labor de niños tristes enmarañados en duelos.



Hubiese estado bien haberlo vivido todo y sólo

queremos azoteas resbaladizas,

suelos de esquelas

para completar con brío nuestro pueblo de caras en el tiempo

arrugas ingrávidas solapándose,

mapas blancos amarillos verdes agujereados, rotos,



restos de papel que hiede en la basura.



Nunca ha habido un hombre más cerca de la luna,

y nunca habrá más peces durmiendo en tus adentros,

¿te das cuenta?"




De Extracciones, J.L. Pomona.


jueves, 12 de noviembre de 2009

El barreño amarillo

"Aprendió a bañarse tarde. Era un barreño amarillo de plástico que se llenaba de agua. Y parecía un lugar sucio incluso antes de meterse. Luego, como el agua estaba caliente, como su madre le enjabonaba la nuca y la parte de detrás de las orejas, se olvidaba de aquello.

Pero era un olvido momentáneo.

Siempre que alguien hablaba de darse un baño, de ducharse, de lavarse a fin de cuentas, a él le venían a la cabeza una serie de imágenes de un barreño amarillo con forma de alubia o de bacteria gigante que fue dotado por alguien de fondo. Le venían también imágenes del barreño siendo llenado por su abuela utilizando un trozo de manguera quizá robado a algún vecino. La manguera era el cordón umbilical que le permitía disfrutar de piojos de cuando en cuando. Otra imagen: un cristal roto en la ventana. Y la imagen se une a las demás desde la perspectiva exacta del niño que, desnudo, está siendo enjabonado por su madre, cerca de la ventana.

El abuelo dijo que un cabrón del barrio lo rompió. El abuelo compró el barreño amarillo porque en el espacio en el que debería de estar la bañera sólo había un hueco negro. Y el barreño amarillo era el parche del abuelo para aquél abismo insondable donde debería de existir una bañera.

El agua, a medida que crecía de nivel, adquiría un tono grisáceo, como de vidrio gestándose. Cristal sin hierro y amorfo. La cantidad era indefinida. Él pensaba que allí residía su muerte, la de su madre y la de todos.


A veces se asomaba al hueco negro del baño y miraba hacia abajo. Eran los cimientos de la casa saludándole. Olía a orín reseco y moho, a ganas de vomitar y salir corriendo. Había chispas de luz que entraban en el abismo insondable. Lo abisal.

El día afuera era gris. En la imagen: Niño enjabonado, cristal roto, día gris.

Le invadía la nostalgia de vivir / en el teletexto busca / porque ha olvidado / el nombre de la miss que ganó el segundo premio.

Pero era un olvido momentáneo."


J.L. Pomona

Quietos



"Eliseo era amigo de Sutra. Sutra era la madre de un elefante con ocho brazos llamado Penélope. El elefante a veces parecía más bien un mastodonte. Uno de esos seres mitológicos inventados, como los olifantes o los gallipatos o los salmones tigre del Cáucaso. Sutra estaba casada con Max Beerbhom III y el agua era roja por el alto contenido en hierro. Nosotros labebíamos como si fuese un agua normal, quizá el mejor agua posible. Habíamos crecido con el convencimiento autoimpuesto de nuestros ancestros de que aquél agua era el mejor del mundo. No podía ser de otro modo. Era roja como nuestra sangre. Y nuestra sangre era vida y nuestra vida era nuestra.

En la librería suelo fijarme en una estación con libros de McCarthy. Están Meridiano de sangre y Todos los caballos bellos y La carretera y Suttree. Yo siempre me fijo en Suttree y pienso en la madre del elefante fantástico. Un tren que cogí una vez hacia los Apalaches y terminó llevándome al Rif. Y ése libro tonto con caras apenas decoradas en su portada. Un palo y dos líneas curvas como ojos cerrados acechantes. Uno es el que acecha más y el otro es el que soporta. Mi padre ya no está.

Eliseo era el padre de nadie. Y nadie era el padre de todos. Todos sabían que tenían padre, pero también sabían que nunca lo conocerían. Y en los momentos duros de la noche, en el encierro de los chisporroteos y las bichas, algunos niños se escurrían de sus camas y se meaban cogidos de las manos. Nadie venía cada noche y espiaba desde la puerta. Los meones lo sabían pero a su modo. Infantil y tonto. Imposible entonces que hicieran algo: fuego o guerra. Nadie permanecía quieto y sentía pena. Nadie se iba y todos quedaban en el suspenso de la noche de orinales."


J.L. Pomona