domingo, 20 de julio de 2008

Historia de lo cotidiano, VII: Tres detalles de realidad


“Ayer estaba en una esquina de una calle, apoyado sobre un muro de piedra, hablando por el móvil con una joven que hace de su ilusión mis ganas. Hubo un momento en que reparando en lo que decía, salí del ensimismamiento habitual del que está hablando por teléfono y reparé en lo que había a mi alrededor.

Lo primero es una esquina, una confluencia de dos calles que, como suele ser habitual, formaban noventa grados. Justo en el canto derecho de la esquina, según yo la veía, había un pequeño grafiti que ni siquiera estaba hecho con espray. Pintado con una especie de tiza negra, o con un pedazo de carbón mineral, había un símbolo de pi al cual rodeaba un círculo mal hecho. Lo extraño era que el círculo rodeaba π cortando sus patitas, y ello confería al dibujo una expresividad enorme. Parecía como si de un símbolo numérico naciese un árbol imaginario pintado por un niño. Quizá un olmo o un arce o un roble. Desde luego un ciprés no, porque los cipreses no tienen forma circular –les gusta pinchar el cielo y comer cadáveres–, y porque a ningún ciprés le gustaría vivir en una diminuta esquina en la confluencia recta de dos calles.

Lo segundo que vi fue una puerta de un bar abandonado en la que había un cartel que rezaba –no oraba, ni decía, sino rezaba– “Hay cocacola fría. 2 euros”. Y esto si se piensa un poco es triste. Yo supongo que allí dentro ya no quedase ni cocacola ni agua siquiera. Pero el detalle de que dicho cartel se quedase allí, solo, como mensaje de bienvenida a un alguien que nunca llegaría a bienvenirse, era algo triste. Pensé en el momento de su creación. En cuando Dios creó el todo, en cuando el todo se separó en partes. Pensé en Abraham, en Josué, en Isaías, en Daniel, en Zoroastro, en Nabucodonosor, en Visnú. Pensé luego en el imperio austrohúngaro y en Tycho Brahe, que murió por aguantarse las ganas de orinar en una cena, lo cual le provocó una cistitis horrible y fatal. Luego pensé en el día en que el dueño del bar le pidió a su hijo adolescente que le hiciera aquél cartel de ése modo y no de otro. Pensé además en el niño escribiendo aquello en el WordPerfect 6.0, esperando segundos a que un Pentium 166 aumentase la letra a tamaño 72 y la pusiese en Comic Sans. Por último imaginé el proceso de impresión en aquélla Epson de inyección de tinta tan cara, que había sustituido a las matriciales, y en cómo el padre cogía el cartel, un mero DIN A4 (Deutsches Institut für Normung), y lo pegaba con esmero en el cristal de la entrada para que más de diez años después yo pudiera leerlo.

Lo tercero y último que vi fue a un tipo corriendo que se llevaba mi móvil.”

J. L. Pomona.




Epifanía del relato previo: En su agonía Tycho repetía una y otra vez Non frustra vixisse vidcor ("Que no haya vivido en vano").

miércoles, 16 de julio de 2008

Historia de lo cotidiano, VI: 1958


“[Miro el reloj y marca las 19:58]. La diferencia entre las 19:58 y el nacimiento de mi padre es tan ínfima como breve es un segundo, el acto de morirse o un orgasmo. Y es que pensar que tan sólo dos nimios puntos separan a mi padre de la hora actual me da escalofríos.

Pienso esos puntos como artificios infames de un querer decir algo sin decir nada. Es como si poniéndolos estuviésemos metiendo un matiz en lo dicho. Como decir Son las 19 [matiz] 58, donde aquí matiz es una palabra neutra, sin matices dentro.

Pienso también en el espacio de los puntos, en el porqué de su colocación, que es otro matiz, sin duda. No es lo mismo ponerlos verticales que horizontales. Si digo 19:58 todo el mundo entiende que son las ocho menos dos minutos de la tarde y yo, además, asocio eso al año en que nació mi padre, Federico; pero si ponemos los puntos en horizontal, uno seguido del otro, 19..58, todo cambia. Ahora, cuando vemos eso no pensamos en nada de lo anterior. Nos viene a la cabeza una sucesión de números, o quizá una serie de números de ésas que aparecen en los tests de inteligencia precedidas de un aserto que dice “Siga la serie:”. Si uno se fija, en el rótulo indicativo siempre aparecen los dos puntos, pero verticales. Rara vez se ven ahí dichos minicírculos –porque un punto es un minicírculo pintado con boli, con lápiz o con tiza– en horizontal, pues ello sería como poner unos puntos suspensivos amputados a los que alguien les hubiese robado su último miembro. Vamos, un despropósito.

Cuando escribo esto ya son las 20:07, que es una forma extraña de rememorar el año pasado en poco tiempo, menos de lo que canta un gallo, por un decir. Así, sin comerlo ni beberlo, por arte de birlibirloque, todo va cobrando un sentido.

Si en los próximos instantes no soy capaz de rematar esto, me darán las 20:08 y, llegado el segundo 37 de ésa fatídica hora[1], es decir, las 20:08:37 el tiempo llegaría al presente de mi año, y el mundo colapsaría, me quedaría atrapado en el bucle de bucles. Las fotos en las que saliese a partir de ése instante serían graciosas porque tendría la misma cara de bobo que Bill Murray en el día de la marmota. Y quizás me hiciese amigo de un conejo gigante que saliese de mi espejo para quedarse callado a mi lado mirándome, o me clavaría unas tijeras una momia rosa que, recién llegada del segundo anterior, intentase acabar conmigo. [Miro el reloj y marca las 20 [matiz] 08]

J. L. Pomona.


When a Tangent Universe occurs, those living nearest to the Vortex will find themselves at the epicenter of a dangerous new world. Artifacts provide the first sign that a Tangent Universe has occured." Richard Kelly, guión de Donnie Darko.




[1] Si hacemos la correspondencia de 12 meses sobre 60 segundos, el mes de julio abarcaría del segundo 35 al 40 y, del mismo modo, cada segundo correspondería, de media, a 6 días. Hoy es 16 de julio, por lo cual estaríamos viviendo en el segundo 37,83.

martes, 15 de julio de 2008

El sí de las chicas


“Me gustan las chicas que bailan solas. Me gustan cuando bailan muy rápido y se les mueve el pelo y se les ponen las puntas torcidas y se queda todo alborotado como si las sílabas que formasen su pelo se transformaran por un exceso de haloperidol en letras separadas formando acrósticos huecos como si de un Pésimo Estertor Lentamente Olvidado se tratara, o como si una Pena Elegante Lograra Obedecernos y rindiera cuentas ante el daño causado en el último naufragio de lo que pensamos fue para siempre y no.

Me gustan las chicas que dicen la verdad siempre y que no son como todas porque no buscan lo que todas. Me gustan con sus verdades y sus miedos, con su dejarse al azar pero, pese a ello, sujetas a lo real, sin la algarabía de lo trascendente.

Porque es en ése hablar de la caca, en el sentir, como Bataille, que incluso en lo más bello se refugia el asco y lo tenebroso, donde radica lo vital, lo humano que de ellas emana y su verdadera existencia y su risa y sus grandilocuencias.

Me gustan las chicas que bailan despacio y las chicas que sudan, las que no son perfectas y lo saben y no aspiran a más. Las que sujetan la mirada incluso cuando no significa nada. Las que tienen pudor sin pudor, las impúdicas. Las mujeres con la piel blanca y el pelo oscuramente significativo, las cóncavo-convexas y las convexo-cóncavas. Me gustan las mujeres que son diferentes sin serlo, que no vienen etiquetadas y que escuchan música que desconozco y me dicen Mira esto o Escucha o Ven.

Pero sobre todas las mujeres me gustan las que se ríen con tristeza. No con una tristeza triste por cargar con una pena sino las que se ríen con la melancolía del paso del tiempo, las que no encuentran su sitio y se inadaptan y se resignan y se sienten protagonistas de su Ghost World particular porque piensan su vida de ésa manera.

Me gustan las chicas que se dan la vuelta a hurtadillas para ver cómo te vas cuando ya te has despedido, las que esperan en la estación hasta la última mirada furtiva, la del nudo en la garganta…”


J. L. Pomona.



Imaginario: Muchachas tocando el piano, de Pierre Auguste Renoir (1892). Museo de Orsay. Oleo sobre lienzo (116 x 90 cm).

lunes, 14 de julio de 2008

Historia de lo cotidiano, V: Jordi



“Tengo un amigo que se parece a C16, el personaje de Bola de Dragón. Él tiene un amigo que se parece mí (esto es: yo), pero tiene otro punto de vista diferente al mío. Para mí él es alto, y quizá para él no es tan alto, porque yo pienso que hay pocos más altos que él y quizá él piensa que no son tan pocos los que hay que superen su estatura.




Cuando le pregunto Cuánto mides Jordi –porque se llama así, Jordi, con una jota pronunciada como una i griega o una elle–, él me responde Por qué. Yo le insisto y le digo Porque quiero saberlo, y él me suelta con desdén Uno ochenta y seis. Luego nos quedamos callados, como cuando vamos en el metro tres cuartos de hora y no decimos nada de nada. Y da igual. Él se queda callado y yo no tengo nada que decirle. A veces se me ocurre alguna tontería y, a veces, dentro de las veces anteriores, la digo y, otras veces, también dentro de las primeras veces, me la guardo. No me guardo las tonterías por pudor ni por lo que él vaya a pensar de mí por decir cosas como “¿Te has fijado que antojo y anteojo son casi la misma palabra y significan cosas muy diferentes? Quizá sea porque un antojo es algo con lo que nuestro cerebro se encapricha y forma una imagen mental de ello en nuestra ‘vista-imaginaria’, cosa ésta que creo está situada encima de los ojos pero por dentro. Y luego, un anteojo es una versión más pragmática de lo mismo, un aparato para ver lo que tenemos delante… ¿No, Jordi? (y le golpeo en un costado dándole un ligero codazo)”. Cosas así, me las suelo guardar por pereza.



A veces, cuando las suelto, él espeta un bufido o se ríe pensando Qué tipo, o suelta un Vaya tío loco… Y cuando se despide dice Venga chaval



A mí me hace mucha gracia y me hace carcajearme por lo bajo cuando lo llaman al móvil y se pone a hablar en valencià. Es como si se lo inventara sobre la marcha y siempre pienso que se está quedando conmigo, que no sabe valencià. Es tan gracioso que me dan ganas de ponerme a mí a hablarlo y, cuando lo intento, justo cuando él cuelga, no me sale. Es frustrante. Es casi igual de frustrante que despertarse de esos sueños en los que crees saber tocar la guitarra o el piano y constatar una vez que las ganas te impulsan a ello que no, que no sabes y que nunca has sabido sacar notas de ninguno de esos instrumentos.



Mi amigo Jordi es muy gracioso cuando se ríe, porque hecha miradas de soslayo muy rápidas como sopesando la reacción de los demás. Si los demás se ríen, se ríe sinceramente y a carcajadas, pero si los demás no se ríen saca su cuchillo de ironía fina y clava estoques por doquier. Es un tipo listo que viste de seda.



Se sienta a mi lado y, mientras escribo esto lee correos y pulsa el botón F5 y se acuerda de su novia y también escucha música o simplemente se pone los cascos para que yo piense que está escuchando música y no le pregunte naderías o no lo avasalle con reflexiones llenas de antojos o anteojos.



Cuando se pone de pie lo miro y ya no me parece tan alto, y cuando se inventa bailes es como si Dios lo hubiese convertido en director creativo de la sección de danzas. Bien es cierto que yo no creo en Dios, pero eso da igual a estos efectos.



Mi amigo tiene la cualidad de ser buena persona. Y eso es bueno, claro. Es intrínsecamente bueno, por decirlo de algún modo. Del mismo modo que también pueden ser intrínsecos los perros, los rayos, los líquenes –estos siempre son intrínsecos–, el rape en salsa verde que prepara mi tío y la manera en que Jordi me mira de refilón (no diré de nuevo soslayo) mientras pulsa F5 haciéndole entender así a su ordenador que tiene que auto-actualizarse.”

J. L. Pomona


Imaginario: El padre de Jordi, que se parece a Bruce Willis hace once años exactos.

domingo, 13 de julio de 2008

Exégesis de la teoría ergódica

Figura 1. Líquenes cantábricos que no son el Pyrenocollema halodytes.


"La otra noche nunca se terminó y la viviremos continuamente a perpetuidad, como un castigo tácito. Mirad qué bien lo pasamos.

A partir de ahora si hablo, hablaré en plural, porque es más acogedor más rotundo más severo...

Los amigos son la necesidad hecha tiempo; la familia, la necesidad amatoria de la compensación y la pena. Qué más hay después de todo. Sabemos que están las farolas, los pies de los desconocidos, que suelen dar asco, la soledad y los líquenes... Pero poco más.

Sólo nos redimen los líquenes, con su bondad inexpresiva y su silencio. Sentir ésa pléyade de seres simbióticos que se unen y viven y mueren sin razón alguna. Leer toda una vastedad de nombres que de bellos son únicos e irrepetibles, casi impronunciables para un humano unicéfalo, correspondencia con la lengua muerta por antonomasia.

A veces decimos multiclavula, u omphalina y nos sentimos mejor. En alguna ocasión he visto a personas volver de la muerte cuando el sacerdote o el chamán o el sabio les susurraba al oído xanthoparmelia o sphaerophorus melanocorpus o stereocaulon.
Luego volvían a morirse, pero antes del deceso les daba tiempo a ver la cara de sus seres queridos durante un segundo escaso y, en una ocasión que yo no vi pero me contaron, una mujer colombiana volvió de la muerte durante casi tres horas tras escuchar la palabra dyctionema, tiempo durante el cual pudo llorar su propia pérdida, despedirse con calma de sus catorce hijos y nietos, besar a su esposo devoto y hacer unos frijoles para que su familia celebrara su defunción quedándoles un buen sabor de boca como último recuerdo suyo.

Hay un líquen que provoca una especie de muerte y redención. Jamás nadie me lo ha pronunciado al oído, pero sería agradable encontrar la pronunciación adecuada para estas palabras...

Pyrenocollema halodytes."


J. L. Pomona

viernes, 11 de julio de 2008

Historia de lo cotidiano, IV: La bifurcación de Hopf


“Conozco muchas mujeres que van por la vida mirando sin mirar. Cuando ves sus siluetas acercarse a ti haces como si no existieran en un acto magnánimo de desdén fingido pero, un segundo después, en la proximidad de los dos metros y medio, alzas una centésima de segundo la vista y las miras. Esto lo hacemos todos los hombres siempre. Siempre. A veces también lo hacen algunas mujeres lesbianas y muchas mujeres no lesbianas que sienten las feromonas enemigas como si fuesen rayos X blandos aproximándose con ánimo alevoso.

En ése aproximarse ves que ella había estado aprovechando tu desdén fingido para observarte pensando que tú no estabas en la misma fiesta. Obviamente, retira la mirada y el desdén pasa de tu cara a la suya como en una carrera de relevos de ésas en las que el equipo español siempre lo hace mal y todo da un poco de vergüenza ajena.

Es justo en el instante del cruce cuando su paso remueve el aire, se provoca una turbulencia en la quietud previa de la bolsa de aire imaginaria que se encuentra a tu costado y surgen las vibraciones que, en distintas frecuencias, dan origen a la suma de movimientos periódicos, cada vez más complejos, que los físicos dan en llamar bifurcación de Hopf.

La teoría de Hopf, que hizo a medias con Landau, quizá en una introspección de sus yoes o quizá mientras veían La Hora Chanante -quién sabe-, digamos que sirvió durante tres décadas para explicar el fenómeno de la atracción física entre desconocidos debida al devenir de la turbulencia y, pasado éste período, se vino abajo. Dos señores llamados Ruelle y Takens aplicaron el caos al problema y, claro está, cuando se aplica caos a algo, ése algo se soluciona mejor que como se solucionaba antes de que el caos estuviese presente, cosa ésta contraria al sentido común. Esto es siempre así y, aunque los físicos lo saben, el resto de los mortales no. En definitiva, estos tipos destrozaron la bifurcación de Hopf sin paliativos reduciéndola a un mero trasunto de dinámica de fluidos. Ellos decían, Ruelle más que Takens, que el flujo presenta caos abruptamente cuando se perturba el remolino que tiene dos frecuencias de oscilación simultáneas. Así, varía la forma del atractor que estaba sobre el toro y se observa, ahora, que hay una estructura fractal, es decir, caos.

Así es como surge la percepción del olor femenino dentro de la pituitaria y todo lo que va después.

Justo cuando la separación entre la desconocida y yo es de dos metros, la bifurcación de Hopf –quepa decir que yo soy muy devoto de Hopf–, hace que me embriague su olor, totalmente desconocido hasta ése momento para mí, y me enamore de ella instantáneamente [ipso facto, en latín] hasta el fin de los días que me quedan erguido sobre la faz de la corteza terrestre, lugar vasto e iracundo que, con sus rarezas, me parece un buen sitio para vivir. Pese a todo.”

J. L. Pomona.




Imaginario: Metrópolis (Osamu Tezuka, 2001). Suena I can’t stop loving you, de Don Gibson, mientras el mundo se cae a pedazos y esta ciudad explota.



Aclaración [teoría del trabajo y de la conducta humana]: No es plausible pensar que en todo grupo social sustentado en relaciones laborales ha de suceder en toda circunstancia el efecto Hawthorne (el aumento de la productividad unido a la sustentabilidad de la empatía grupal y no a la mejora de las condiciones laborales, tanto grupales como individuales). La presión del grupo no siempre convierte al “hombre racional” en “hombre social” pues ello aliena al individuo.

jueves, 10 de julio de 2008

Historia de lo cotidiano, III: Waco


“Subido en el autobús me siento observado. Me mira de soslayo un tipo sentado que lleva gabardina gris y sombrero. Pienso en Kafka o, mejor dicho, en el Kafka que conozco de cuatro fotos en blanco y negro vistas por internet o de algún libro suyo en el que sale su cara. A Franz Kafka siempre lo he imaginado muy delgado y, por algún motivo –quizá la adaptación cinematográfica de El proceso (Orson Welles, 1962)–, pienso en Anthony Perkins, ése señor esquivo y con cara de psicótico que tenía una madre y etcétera.

Hay un momento, sentado en el asiento, que creo que un joven me ha reconocido. Se monta el lío. No todos los días alguien te para en el bus y te dice ¿Eres Anthony Perkins? El joven que me observa lleva una camiseta que pone Pulp y debajo Disco 2000 y en ella se ven baldosas de colores azules y rojos y sobre éstas unas piernas de mujer que parecen gacelas explotando. El joven que me pregunta si soy Anthony Perkins es el mismo que el que lleva la camiseta de Pulp y el mismo que escribe esto, es decir yo, Pomona.

Y bueno, cabría aclarar que no, nunca me he encontrado al Kafka de Hitchcock en el transporte público. Ni hoy ni ayer ni nunca. Pero cuando pienso en su cara imagino lo que sintieron los pobres 76 corderitos –en inglés: lamb, en francés: agneau, en alemán: lamm- davidianos de Waco, y es una imagen demasiado patibularia para sobrellevar los minutos perdidos de vuelta a casa.

¿No siente el escalofrío sanguinolento y los chisporroteos de carne a la brasa, querido lector?”
J.L. Pomona.

El 2º Axioma de Peano reza “El sucesor inmediato de un número también es un número.”

miércoles, 9 de julio de 2008

Historia de lo cotidiano, II: Balaklava


"Había un hombre en Inglaterra, ya difunto, que cada 25 de octubre se levantaba de su cama y dedicaba su día a recrearse viendo cómo la caballería inglesa era masacrada en la película que Michael Curtiz rodara en 1936 titulada La carga de la Brigada Ligera.

Cuando empezaba el filme, la sola visión de Errol Flynn le provocaba una sonrisa de euforia y, acto seguido, en cuanto aparecía Olivia de Havilland, la sonrisa pasaba a ser de amor, como si comenzara un hechizo.

Todo era normal hasta que empezaban los errores, la masacre. El 25 de octubre de hace cientodiecisiete años, unos 600 jinetes ingleses fueron lanzados sin ningún pudor a una muerte indigna que marcó la caída del imperialismo británico. El hombre se regocijaba en su sillón mientras su esposa pululaba por la cocina y lo miraba de vez en cuándo, ya conociendo sus reacciones a la perfección. No se regocijaba sin más, se regocijaba con todos los matices posibles de muchas emociones: Se regocijaba con odio, con ternura, con devoción, se regocijaba con ira, con paciencia, se regocijaba con calma y luego con desesperación, se regocijaba con regocijo, claro, y se regocijaba además con curiosidad. Incluso una vez, la del centésimo décimo primer aniversario, se regocijó con miedo, ¡con miedo!, y luego lo pensó y se asustó.

Cada vez que terminaba la película, el hombre lloraba indefectiblemente. En la televisión unas letras grandes THE END y en la boca una palabra susurrada… Balaklava."


J. L. Pomona.


Imaginario: The charge of the Light Brigade (Michael Curtiz, 1936).


Extracto del Epílogo al poema de Alfred Tennyson titulado The Charge of the Heavy Brigade at Balaclava:


‘The stars with head sublime,’

But scarce could see, as now we see,

The man in space and time,

Historia de lo cotidiano, I: El ahorcamiento.

"En mi habitación las paredes son rígidas, se sostienen con imaginación y cemento. A pesar de la dureza -escala de Mohs: 6, ortoclasa-, no evitan el fatídico suceso que tarde o temprano tendrá lugar.

En la habitación contigua, mi anciana vecina grita a su nieta adolescente que un día la va a ahorcar. Y lo dice no en sentido figurado, sino con una crueldad tal que sospecho que un día algo doloroso sucederá. En realidad no he pensado en el ahorcamiento porque me suena a trauma paleto, a prueba y error con perros allá por los años 50 en algún pueblo de la España profunda.

Lo que sí he visualizado ya un par de veces es una pelea entre abuela y nieta en la que la vieja coge una almohada y, como si de una ensoñación paranoica se tratara, tapa la cara de su nieta con la misma, haciendo presión sobre el rostro y dando comienzo a la lucha. Nunca reparo en quién vence, pero imagino que la anciana tiene mucha más fuerza que la que cabría suponérsele.

Otras veces he visualizado a la vieja clavándole un cuchillo a la joven en el vientre. Ahí sí que veo el final. La cara de incomprensión de la cría y los ojos ausentes de la abuela, que se resarce de su propio sufrimiento y paga su propia muerte con muerte.

Anoche, cuando me quité los auriculares un segundo y abandoné ése tótem de la música llamado Tú no llegaste a mí, de Los Cheyenes, escuché a la nieta espetarle a la abuela, a gritos y llorando, algo así como ¡Eres una traidora!, y me supo a gloria oír aquello, porque sí, porque me alegré del drama humano y me sentí como el que observa desde una esquina oscura el devenir de la gangbang y se alegra de su erección voyeurista."

J. L. Pomona.


Ideario asociado: Masacre, ven y mira (Elem Klimov, 1985).


Axioma de escogencia (Zemelo, 1904): "Sea X un conjunto de conjuntos no vacíos. Entonces se puede tomar un solo elemento de cada conjunto de X."

lunes, 7 de julio de 2008

Las insinuaciones de Phobos. Piotr Korolenko


"Siento un odio hacia lo humano que roza lo extraterrestre. No concibo las explicaciones recibidas ni soy capaz de argumentar para nadie, y no lo concibo no porque me resulten nefandas o huecas, que a veces lo son, sino porque van adheridas a una capa de barniz de sentimientos que huele a una mezcla entre huevos podridos y amoníaco.

Es un asco tan grande hacia lo pasional y el sentimentalismo que ello me hace pensar instintivamente en palizas entre adolescentes y en ácido vertido por la cara de un alguien indefinido. También es una aversión hacia lo trivial y lo incontenible, hacia el misterio de lo humano y de lo irracional.

Sería capaz de matar a millones de personas para conseguir que una sola de las que me importa sobreviva. Para lograr que aunque sólo sea durante un instante, la historia del ser humano cobre forma y sentido. Para conseguir entender de dónde surge en el cerebro lo irracional y extirparlo, y conseguir erradicar el empeño fabulado de hacernos creer, autoengañados, que lo irracional es bueno y da sentido a nuestras vidas.

Es incontenible el martirio del accésit a la clarividencia, el culmen de lo coherente que es saberse valedor de todo y hacedor de nadie, para terminar sentado en ningún lugar, abriendo la boca para decir naderías, vagando por las calles sin más rumbo que el día siguiente. Es horrible saber que nada de lo que hagas tendrá el más mínimo de los sentidos, y que no habrá diferencia entre hacerte un bocadillo y escribir la más bella de las historias posibles. Porque nada, de todo lo posible, me llenará lo más mínimo.

Cada vez con más detalle, me visualizo en mitad del espacio exterior, en la planicie desértica de lo hueco, como un astronauta que se hubiese alejado tanto de su nave que ya no pudiese regresar a ella. Desde ahí, veo al transbordador alejarse y hacerse cada vez más y más pequeño, hasta el punto de desaparecer en un pequeño destello solar, una refulgencia ínfima.


Me quedo pensando en la situación y una vez la asimilo, observo la Tierra con atención. Veo cómo gira rápidamente. Mi órbita me hace ver el sur de África, luego Madagascar, luego el Índico. Y de pronto se suceden todos los sentimientos del final del mundo. Sé que todo se va a acabar. No me preguntéis cómo pero lo sé. Lo primero es un miedo único, irrepetible, que me hace temblar y me provoca una ansiedad mortal, es el peor de los pavores. Cuando se me pasa y soy capaz de centrar la vista en los lugares, el miedo pasa a ser incomprensión, todo se transforma en un por qué bañado de mil puntos de vista, todos imposibles de comprender. A continuación vuelve el miedo, pero ahora más laxo, más práctico, un miedo más de andar por casa, basado en la imposibilidad de seguir viviendo. Luego llega un miedo fraternal al pensar en las vidas de aquéllos que quieres y que sospechas no volverás a ver jamás. Luego hay un halo de esperanza porque piensas que una nave aparecerá por ti, pues no te van a dejar abandonado en mitad del espacio. Luego ves lo inviable que es eso, abandonas la idea y vuelves a pensar en tu muerte, ahora con resignación y pena. Y por último, llega el aburrimiento. Pasa tanto tiempo que ya lo has pensado todo, ya lo has temido todo y estás tranquilo. Has asimilado, llorado y comprendido el final. Y es en el tedio donde encuentras cobijo, donde te reconcilias con el final y surge el sentimiento de indiferencia.


Así, ves que de pronto tienes en la mano un pequeño pulsador, que tiene un botón rojo grande. No es el accionador de tu mochila impulsora, que hace rato ya se quedó sin gas, sino el dispositivo que acciona una bomba nuclear de trillones de megatones de potencia destructiva. Esto lo sabes sin saber por qué, pero lo sabes. Tienes en tu mano el fin del mundo, has aceptado el final, ya nada te importa, estás absolutamente solo… Y lo único que sientes es curiosidad por saber qué pasará después.


Cuando pulsas el botón, porque todos lo pulsamos siempre, hay un silencio mayor que el propio silencio. La sangre ya ni borbotea por tus oídos. Un instante después el planeta se oscurece, se vuelve rojizo, se resquebraja, se descuartiza y sale despedido en pedazos hacia fuera, mientras ves todo maravillado, con la boca abierta, pensando en la belleza.
Es entonces cuando descubres que la belleza es lo último que queda cuando no queda nada.

Y después, en ése después perentorio, suspendido en el espacio, vuelve el tedio y terminas quitándote el casco porque no le ves sentido a la prolongación de la agonía ni al mantenimiento de la esperanza."



Las insinuaciones de Phobos, Piotr Korolenko.

Cotidianeidad.

Con frecuencia pienso que sólo sé manifestar mi experiencia apoyándome en el aburrimiento de lo cotidiano, que siempre es parco e infame y no dice nada. Es una sucesión de iteraciones que me sostienen y me alejan de mí, de lo que soy o, peor aún, de lo que quiero ser.

Escucho una y otra vez, día tras día, las mismas canciones. Ahora toca skinny love, más tarde for Emma y luego lump sum. En torno a mí se mueven personas por la oficina y de sus bocas salen palabras inconexas como transacción o validar o servicio que interrumpen la perfección de mis melodías. Son ruidos que me atan un poco a este lugar y evitan que me pierda en Oregon, entre depresiones y nieve.

Estoy rodeado de cotidianeidad. Tanto es así que creo que podría hacer monólogos cómicos al respecto sin más esfuerzo que relatar lo curioso que es ver plasmada la empatía de un cualquiera en lo que a mí me sucede, como un cualquiera que soy. Decir por ejemplo algo al respecto de cómo se gastan los bollos cuando alguien convida al grupo el día de su cumpleaños, en cómo tal compañero se comporta como una hiena, en cómo en esos momentos el jefe se acerca a ti y cambia su modo imperativo por uno más distendido que te hace sentir ilógicamente más incómodo, como si pensaras que el león no puede hacer un inciso, acercarse a la gacela y decirle Qué, qué tal el fin de semana…

Pasan los días y ni me doy cuenta. Y es en mis horas de trabajo cuando recapacito, evitando que los jefes que por aquí pululan me descubran haciendo mal lo que mejor hago: nada. Por eso, disimulo. Porque no tengo apenas nada que hacer y me dedico a escribir, a pensar en mi vida, a hacer planes ínfimos en los que imagino a gente nueva, con caras nuevas, hablándome de cosas que desconozco y que desearía aprender. Y todo eso me suscita intrigas y curiosidad, una especie de dejarme llevar por la madriguera de conejos. Se termina el temor a morir, bajan las revoluciones y me sosiego, pero aún queda un poso de desaprovechamiento, de no querer estar solo y, al mismo tiempo, esforzarme en el gusto por esa soledad, pese a que ello sea paradójico.

Y es así como ha llegado julio.

domingo, 6 de julio de 2008

Los apóstrofes del final del mundo.



A la Muerte, por su hermosa voz mientras charlaba con Luis II de Baviera.




Durante más de mil años hemos fracasado en el oficio del tedio.

Se nos han ocurrido recetas que, algunas de ellas, aplicaron sobre nuestros pechos deformes sin el menor asomo de causalidad hiriente o siquiera de razón consentida:

Cúpulas doradas llenas de porque síes y porque noes.

Las piedras siguen devorando el paso del tiempo por los caminos,

la maleza crece y se precipita sobre los dinteles como yedras regocijadas en su necedad y su carcoma,

las enfermedades mutan y desaparecen y surgen otras nuevas con nuevos nombres, inventados o retocados, para acotar lo inabarcable,

Pero al alzar los ojos hacia arriba la ventana siempre está abierta cuando miramos el hangar de nuestro pasado,

y es en los momentos de tedio -ésos en los que somos pequeños y la muerte nos asusta y nos asombra, haciendo que algunos salten y otros no-, en los que vemos sus caras,

las perspectivas geométricamente dispuestas de sus gestos únicos e irrepetibles,

sus giros de voz particulares, sus rarezas y sus muletillas.

Es entonces cuando vemos que somos parte de lo que ellas son,

que somos la vida que fuimos en ellas, que tenemos sentido por ellas,

que vivimos por y para ellas,

porque nos abrazan y nos besan y nos quieren y nos matan y nos sueltan y nos roban y nos beben a gritos y nos fuman calladas y nos soliviantan y nos hacen crecer la barba y nos disertan y nos miran con odio, con ternura, con futuro y sin él,

y también porque nos rozan las yemas de lo vulgares que somos,

y nos despiojan y nos limpian de lo humano enseñándonos el amor, y nos duelen y nos comulgan y nos execran y nos perdonan, y nos terminan y nos empiezan y nos dan sopa en los días fríos o agua cuando el calor aprieta, y nos abandonan y nos desprecian, y nos admiran, y nos ayudan a ser buenos y malos,

y nos matan haciendo que nuestro tiempo se convierta también en el suyo,

y nos dan sueños y nos quitan planes, y nos dan ideas quitándonos morales, y nos ponen éticas y nos lamen por dentro y nos vencen siempre,

y nos vencen siempre… Incluso cuando pierden,

y nos avasallan con delicadeza en la hecatombe de Su diferencia.