miércoles, 30 de abril de 2008

Aelita, Reina de Marte (1924)


"Ñic, ñic... Te voy a frotar el lomo", dijo el astrónomo marciano barbudo.
"No, no, no...", respondió Aelita, la reina de Marte.


Nota de suicidio de Gérard de Nerval

Nerval, la tarde de su muerte, escribió a su tía una nota que rezaba:

"Ne m’attends pas ce soir car la nuit sera noire et blanche."

(No me espere esta tarde pues la noche será negra y blanca.)

Gérard de Nerval

Se podría decir que Nerval fue el Erasmo decimonónico, al afrontar la locura en su obra Aurélia, como tópico maníaco depresivo, afrontando sus euforias y sus depresiones.
Breton dijo en el Primer Manifiesto Surrealista lo siguiente: "Con mayor justicia todavía, hubiéramos podido apropiarnos del término surrealismo, empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de Filles de feu. Efectivamente, parece que Nerval conoció de maravilla el espíritu de nuestra doctrina, en tanto que Apollinaire conocía tan sólo la letra."
En 1855, tras largos paseos con una langosta ataviada con una cinta azul (sic), decidió suicidarse colgándose de una farola de París.


El Cristo de los olivos, II.

"Prosiguió: 'Todo ha muerto, ya recorrí los mundos,
y he perdido mi vuelo en su láctea estrada,
tan lejos como extiende por sus brazos fecundos
la vida arenas de oro y la onda plateada:

Confusos torbellinos de mares furibundos,
y las olas bañando la tierra calcinada...
Conmueve un vago soplo planetas vagabundos,
mas no hay ningún espíritu en la infinita nada.

Busqué el ojo de Dios, sólo encontré una infausta
órbita hueca y negra cuya noche nefasta
se irradia sobre el mundo, tan espesa y aciaga;

un extraño arcoiris envuelve el pozo umbrío,
antesala del caos que ensombrece el vacío,
espiral que los Días y los Mundos se traga!'"

La indiferencia de la nada

Cuando llegué sus brazos estaban rotos. Se veía de lejos que estaba sufriendo lo indecible y no podía hacer nada. Me daba bastante lástima, era una chica hermosa. Probablemente fuese una joven de cara redonda y blanca, con esa plácida candidez de la bondad y la sumisión. Pese a todo lo que habría tenido que soportar hasta este momento aún se veía esa belleza en sus formas. De los ojos ya no había nada, eran inexpresivos, vacíos, como si el dolor y el miedo se hubiesen introducido por alguno de sus orificios y hubieran ido carcomiendo el brillo y las emociones que poco antes irradiaban. Tenía cardenales por todo el cuerpo, los pómulos destrozados y el sudor reseco de su cara, mezclado con grumos sanguinolentos, hacían de ella una pantomima de ascos y aversiones. Era la última etapa.

Cuando mi compañero me pasó los alicates me dijo Ya ni siquiera grita, es una pena. Le pregunté que cuál era su crimen y me respondió como extrañado Estás tonto o qué, ¿no lo ves? Es una puerca judía. Esto último lo dijo señalándola con la varilla metálica que había usado para metérsela por la vagina y aplicarle corrientes.

Cuando se hubo ido, y ya a solas con la muchacha, me acerqué lentamente a ella, arrimé mi cara al costado de la suya y me di cuenta de que ya estaba muerta.

No sabría definir qué sentí. Fue algo así como una pena indiferente y si me hubiesen preguntado hubiera respondido Qué lástima.

Lo que supe muchos años más tarde es que en aquél momento no sólo murió ella sino lo poco que quedaba de mi conciencia. Lo que me ocurrió entonces fue peor que la muerte: me devoró la nada.


NOTA: Texto en apoyo de Amnistía Internacional tras la decisión hace casi un año de la Iglesia Católica de dejar de subvencionar a dicha organización por sus posiciones encontradas en el tema del aborto. Decir también que ya desde 1996, la Iglesia actuó igual con UNICEF por el mismo motivo. (Ver)

lunes, 28 de abril de 2008

Oda a Fernando Pessoa

Imagino cada día la vida que llevaba Fernando Pessoa en su condescendiente Lisboa. Imagino al hombre, no al genio, en sus paseos llenos de gabardinas y sombreros y humo, vagando sin rumbo por la Baixa, o con rumbo de enamorado sin voz, amante secreto de un algo que ni él mismo sabría definir, pesaroso por no saberlo y atroz para con su persona.

Imagino continuamente a Fernando Pessoa, sí. Y me pienso en los modos en los que creo que él hacía lo propio para consigo mismo. O al menos lo intento.

En esa especie de saudade del vacío, donde el deleite reside en el amor infinito a lo acontecible, yo soy yo y mil más que de mí salen. Soy el desasosegado y el apacible, el cauto y el franco, que sin llegar a ser sinónimos, son palabras que se rozan, y soy el solitario y el que a todos pertenece, por inmortal, y soy el que se enamoró una vez y fue para siempre. Ése soy yo cuando me pienso bajando el Chiado, por callejas de grises reverberantes y de farolas hermosas, contenidas en su silencio. Pero a pesar de pensarme en estos modos, la realidad me nutre de otras formas e ideas.

Imagino cosas porque es el medio que tengo para no ver lo que poseo. Imagino cosas porque pienso en la suerte como en algo mundano, algo que las señoras llevan en bolsas de hule para guardar la compra, y así, me precipito en las sombras de lo real, veo las caras de la gente atisbando sus recovecos: aquí la mirada sencilla de la chica triste de la playa de Gros, allí la barba del tipo que abraza entregando su alma cada vez, o la mirada del tipo acuciado por la muerte y que, su forma de ser, ya inamovible, impide una concesión ante lo afable.

Imagino continuamente que soy Fernando Pessoa y me douro una y otra vez al sol de sus consistencias y de sus indecisiones. Es una belleza mutable, gigante, que grita a los cuatro vientos sus ganas de empatía. Es un sentimiento que roza la fe y libera, que mata cualquier ligazón del yo y aliena, y en el que uno lo es todo por y para los demás.

Imagino a Fernando Pessoa en la consecución de su muerte, entre terrores gástricos y resacas infinitas. Imagino la borrachera del sibarita, su fama y su soledad. Continuamente señalo frases, expresiones y sólo soy capaz de asomarme a una ventana da rua dos douradores y escuchar a las hilanderas de la esquina vociferar entre ellas, para luego apagar el cigarro, que ahora es el mío, y volver a mi trabajo como ayudante y tenedor de libros en este ínfimo despacho del día tras día.
A la estatua del hombre, erigida.

jueves, 24 de abril de 2008

Trappen Jagd

Sólo hay una cosa peor que la muerte: su olor. Es una persistencia de arcadas e imágenes de podredumbre y moscas y gusanos. A pesar de todo, uno llega a acostumbrarse.

Desde que llegamos al frente soviético, habiendo pasado previamente por Kiev, habiendo visto la cara a la muerte en Rostov, donde las balas me dieron un par de avisos en forma de cicatrices, hemos llegado aquí, a Kerch, un estrechamiento de tierra en mitad de ninguna parte donde día tras día lo único que vemos es niebla. Desde que fui sacado de la casa de mis padres en Baviera, hará más de dos años, por dos miembros del partido bajo amenazas de traición (uno de ellos llevaba una luger en el costado), las penurias han ido aumentando. Lo que en un principio se me antojaba duro, se transformó en una especie de aventura de sueños donde a cada paso que dábamos se engrandecía la furia renovadora de nuestro espíritu y, con ella, las ganas de lograr que nuestra gran patria triunfara sobre el mundo. A día de hoy, aquél ímpetu renovador es una enfermedad que nos pudre por dentro. Todos nosotros, tanto soldados como oficiales, no hablamos, no nos miramos. Y no lo hacemos porque nos da miedo obtener de los ojos que hace siglos fueron amigos, una respuesta vacía, un óbito de esperanza. Por eso, y por cobardía también, no nos atrevemos a mirarnos entre nosotros, y permanecemos callados con la cabeza gacha.

Nuestro comandante es un hombre recto al que vemos de lejos, que nunca se dirige a nosotros y que, a pesar de sus galones y medallas de mariscal, que obtuvo recientemente, lleva escrito en la cara el cansancio de todos nosotros. Suyas son las decisiones, pero nuestros son los cuerpos y las almas que paran las balas por Alemania.

En la tarde del 8 de mayo de 1942 empezó a cobrar forma el final que Dios nos tenía preparado. El mariscal Von Manstein ordenó a sus coroneles que dispusieran todo para entrar en combate esa misma noche pues la Luftwaffe estaba lista y los stukas ya calentaban motores. El plan consistía en abrir brecha por occidente, junto con las tres divisiones rumanas, para distraer la atención de los soviéticos mientras por la parte oriental del estrecho aguardaba, a unas millas de la costa, la 22ª División Acorazada que ya estaba movilizada en el Mar Negro desde hacía una semana. Así, se pretendían capturar los tres ejércitos rusos que impedían a nuestros camaradas hacerse con los pozos petrolíferos de Bakú y el resto del Caúcaso.

Nuestro teniente instó a la tropa a reforzar la trinchera ante el previsible avance soviético en estampida hacia nosotros una vez llegasen nuestros acorazados por su retaguardia y se viesen entre dos fuegos.

Mientras estábamos comiendo el rancho, un soldado pelirrojo, al cual apodaban en su pueblecito cercano a Bremen, y aquí también, con el triste nombre de Tote-rot[1], empezó a moverse como un poseso y a dar gritos. Eran palabras sin sentido, ideas inconexas. Se refería a algo acerca del amor, repetía una canción infantil y en su cara sus ojos brillaban con una alegría insólita, como la de alguien que baila con la muerte en una orgía de sarcasmo y elocuencia.

Cuando se hubo calmado, tras recibir una reprimenda del teniente, que apenas se interesó por el hecho, comenzó a citar una y otra vez una letanía religiosa en algún dialecto del norte. Creí reconocer las palabras ischa freimaark[2] que yo supuse se referían a desvaríos de un loco. Entre tanto, y en mitad de una lluvia que se clavaba en nuestras extremidades como una plaga de alfileres fríos, el pelirrojo cogió un mazo y se puso de pie, empezando una lenta danza agarrado a sí mismo. Nadie daba crédito y nadie hacia nada.

Y lo inevitable pasó. En ése desconcierto de las situaciones imprevistas, envueltos en una indiferencia mortal, vimos el desarrollo del baile del loco. Vimos también la torpeza de sus pasos, el tropiezo de su pierna coja, y la pesadez de sus ropas mojadas y llenas de barro. Y vimos, por último, como terminaba el vals en el momento preciso en que un silbido seco apagaba la música y ponía sangre borboteando un poco por debajo de su cuello.

La muerte decidió que el juego había terminado, estaba cansada y había de regresar a la vera del hogar tibio donde, en mitad de la noche, le aguardaba una mujer que parió entre dolores y gastó las fuerzas que le quedaban y, más tarde, a la vera del soldado kazajo que, limpiando su bayoneta, cayó sobre ella en un resbalón y, otro poco después, a la retaguardia del capitán gotoso para evitar que el médico llegase a tiempo y, al despuntar el alba, se presentó a la diestra del soldado raso Licht, para arroparlo en el último desvelo de la noche sin noches y susurrarle suavemente, en un delirio de enamorado, que se fuera despidiendo, pues todo cuanto había conocido, disfrutado, querido o anhelado, se lo arrancaría de raíz en la circunstancia ominosa de un próximo día.

Ni siquiera recogimos su cadáver del barro. Nos guarecimos en el fondo de la trinchera y algunos respondieron al fuego enemigo, que no hubiese tenido lugar de no ser por la ocasión que el pelirrojo concedió a los tiradores soviéticos de anotarse un muerto más en su lista de logros.
El silencio es un terror del alma. Esta tierra está tan alejada de todo que vienen una y otra vez a mí las palabras de Zeus, cuando en la Ilíada se refiere al Tártaro –maldita sea esta tierra– diciendo que está “tan abajo del Hades como alto está el cielo sobre la Tierra”, y es tan cierto como cierta es esta lluvia, o esta infinita espera, juego de la dama, donde el único rigor seguro es el suyo.
Se podría creer que, en el mundo, la noche del 11 al 12 de mayo de 1942 no existió. Y no porque la Tierra dejase de girar, sino porque la aviación germana, nuestra querida Luftwaffe, asoló la pequeña ciudad de Kerch hasta que no hubo quedado en pie ni la brizna más débil de hierba. Nosotros, que estábamos a unas leguas de distancia, asistimos al Apocalipsis en silencio, con el respeto que cualquiera muestra ante lo que se sabe terrible. No diré que éramos felices viendo aquel holocausto, pero no engañaré a nadie diciendo que con cada nueva explosión que iluminaba el horizonte, creíamos dar un paso más de vuelta a nuestra casa.

A la mañana siguiente, la niebla cubría todo. Había de nuevo un silencio desolado, como de final. El cielo era gris, la tierra era gris, nuestras ropas eran grises como la tierra húmeda y ponzoñosa. Nuestros corazones, negros.

En mi hora de guardia, miraba por un pequeño catalejo que me había fabricado con dos lupas cóncavo-convexas y, aunque apenas mejoraba mi simple visión, me daba un apoyo en la búsqueda de un algo que nunca supe definir. Quizá la curiosidad de saber quién era mi enemigo.

En uno de aquellos vistazos, me pareció ver algo. En mitad de la tierra de nadie que formaban nuestros dos frentes, un barrizal poblado de minas y alambradas espinosas, creí ver una pequeña silueta de color. Agarré con fuerza mi catalejo, intentando fijar mi pulso, y reparé en que aquella silueta lejana que no se movía, parecía una persona pequeña. Era de color rojo ocre, como una roca extraña, pues sus formas eran suaves. Intenté captar algún detalle más, el más mínimo movimiento, y nada. Estuve así más de dos horas –mi relevo no llegó– y, al cabo, me pareció creer que aquel guiñapo se movía ligeramente. Si era alguien, habría de ser un niño, quizá una niña, pues parecía una capa de las que utilizaban las jóvenes en Crimea para recoger fruta en primavera. Me giré, a unos diez metros tenía a un soldado de mi pelotón al que apenas conocía. Pensé en avisarlo pero como estaba demasiado lejos y apenas tenía confianza con él, no le dije nada sobre mi descubrimiento.

A cada segundo que pasaba aumentaba mi desesperación. Era como si me urgiesen mil millones de voces para que terminara con algo que no había comenzado nunca. Sentía la necesidad de hacer algo y no sabía el qué. A medida que la niebla se oscurecía, indicando que el día dejaba de serlo, mi corazón latía más y más fuerte, carcomiendo los cimientos de mi cordura.

Así fue como, al llegar la noche, y con el nuevo espectáculo de luces y muerte, me sumergí en los disparos contra un nodo indefinido y difuso en donde, de vez en cuando, veía sombras y gritos.
Recuerdo esa noche con holgura pues mis esperanzas se focalizaron en una sola: aquella niña. Mi único deseo, mi rezo durante aquella explosión de metralla y desolación era por aquella niña. Pedí a lo poco de Dios que quedaba en mí que me nublara los ojos de la imaginación y me sacara de la duda.

Con las últimas explosiones en las trincheras soviéticas, no sólo cabían en sí de gozo nuestros camaradas, avanzando en aluvión sobre los posos del enemigo para bañar sus penurias con saña, sino yo, en mi alma, sentía la alegría excelsa del que tiene en su mano la última pieza del rompecabezas y sabe donde colocarla. Iba a saciar mi curiosidad.

En nuestro avance, al alba del 13 de mayo, salimos de la trinchera despacio, con la cautela del acomodo y del miedo. Me adelanté con cuidado, tanteando el terreno y pisando allí donde nuestros zapadores habían certificado que no había minas. La sangre, y la bilis, y todos los humores de mi alma bullían de placer. Cuando estuve a la distancia más próxima que el camino recién fabricado me permitía acercarme al lugar donde creí ver una niña un día antes, observé que la niña no era otra cosa que un saco raído de color marrón.

Hoy es 19 de mayo de 1942. Escribo esto desde una cabaña situada a una milla de Kerch. Ayer, la ciudad fue tomada por nuestro ejército. Se han capturado más de 100 mil hombres los cuales son, en su mayoría, un grupo de niños y viejos piojosos. Hemos conquistado Crimea pero yo siento que hemos sido más crueles de lo que nuestras mentes son capaces de asimilar. Hemos conquistado Crimea pero ello nos ha convertido en ancianos huecos.

Es paradójico que, elogiando la locura, Erasmo se refiriese a la felicidad del que es feliz aseverando el error de aquellos que creen en la dicha humana y suponen que está en las cosas mismas, cuando lo cierto es que únicamente se halla en el concepto que de ella tengamos. Esto se abre ante mí en las páginas del libro que guardo esta noche.

A veces la muerte, se equivocaba. Son pocas veces, pero existen. La muerte también es humana y yerra, como todos. Quizá me avisó aquella noche, cuando murió el pelirrojo de Bremen. Quizá venció en mí la cordura de no ir a salvar a una niña que nunca llegó a serlo. Quizá la muerte guardó su guadaña en el fondo de aquel saco.


Una confesión de la gran guerra (manuscrito encontrado en Vitebsk, actual Bielorrusia, a comienzos del verano de 1944), por Alexander Licht:

"La guerra mundial empezó, y vimos morir a Dios y a las estrellas en Occidente. La muerte barrió la tierra. Tomó la máscara de su rostro, y su cara de huesos sonrió desnuda. La locura y el dolor cincelaban ahora sus rasgos. Partimos a la tierra de nadie, presenciamos su danza en la lejanía y oímos su retumbar en la noche. Así acarreó su cosecha de mies inmadura y en granazón.
Su naturaleza nos transformó. Nos dio medidas y nombres distintos a los de la vida, y sus sueños marcaron la imagen de nuestro tiempo. Su sombra cayó sobre nuestro devenir en la grandeza y en la caída. Sus pensamientos ocuparon el espíritu de los buscadores, y en nuestra alma crecieron de su simiente el duelo, el miedo y el sufrimiento.


Maduraron aventuras de las caminatas y peligros en su vecindad, pero el diálogo de los ángeles enmudeció junto a nuestras tumbas. Nosotros, anónimos y desconocidos, solitarios y amantes, locos y sabios, pobres y ricos, aceptamos la lucha con nuestro destino, y bajo la constelación de la necesidad encontramos nuestro cumplimiento en la resurrección y la carroña. Como fuegos fatuos danzamos en torno a su altar, verdugos y ajusticiados, víctimas, réprobos y benditos. Ansiábamos conocer sus secretos, el sentido de sus enigmas y la revelación de su juego con máscaras y bagatelas. Como sonámbulos llevamos la vara de zahorí de la palabra, y la esperanza, la fe y el amor volvieron a ganar peso. Desde el infierno de la tormenta de acero, desde la disposición a la muerte, el asalto del destino y la soledad de las estrellas nos precipitamos al abismo de la eternidad, y en la profundidad encontramos el rostro de Dios bajo los escombros y el polvo de nuestros años.

Así la muerte se instaló en nuestra vida. Montó guardia en la tierra de nadie."




Notas:

[1] En alemán, muerto rojo.

[2] En el antiguo dialecto alemán hablado en Bremen, ischa freimaark hace referencia a un grito coloquial que puede traducirse como ¡es mercado libre!, aunque también se refiere a la quinta estación del año que existía en el norte alemán, en el 1035, en tiempos del emperador Conrad II. Esta expresión se asoció siglos después a lo tradicional, lo autóctono, por la feria que se celebra en dicha época y que dura hasta nuestros días.

El "bola" que quería grabar snuff movies


"Rebobine, por favor" dijo Haneke.

miércoles, 23 de abril de 2008

El zulo (I)

Caminaba por la calle con lentitud. Al llegar a Elm Street se fijó en un escaparate en el que una televisión tenía sintonizado un canal distinto que el resto de televisiones, como una decena. Era una especie de atolón de voces mudas y caras en medio de un océano de cambiantes colores de anuncios publicitarios, en el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Una especie de oasis.
Caminaba pensando en esto cuando de pronto un coche paró junto a la acera, bruscamente, derrapando y golpeando con una llanta en el bordillo. En un abrir y cerrar de ojos salieron del interior dos personas con pasamontañas que la cogieron por los brazos y le dieron un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente.

Al despertar, una habitación diminuta, quizá un zulo, un fluorescente en el techo y una puerta de color negro. Nada más.

Dos días después, pasadas las horas de la desesperación, el terror y la incomprensión, cuando la chica ya se hubo tranquilizado, se oyeron pasos fuera. El olor era un olor a viejo, a estancado, de aire viciado y algo pútrido. Papel mojado, detritus, humedad...

Comía pan duro mohoso que había en una esquina dentro de una pequeña bolsa. Lo empezó a racionar porque era poco y los días pasaban -esto al cabo de una semana- cogiendo únicamente al principio dos rebanadas al día y a partir de la séptima jornada ya sólo una. Bebía el agua que podía de una garrafa de cinco litros que ya estaba casi vacía. Temía por su vida. Al principio con terror, luego con miedo, luego con terror de nuevo y seguido temía por su vida por instinto, luego temió por su vida por cansancio y al final temía ya por su vida por aburrimiento.

Al octavo día la puerta se abrió mientras dormía. Se despertó, pero ni le dio tiempo a girarse para ver algo o a alguien, pues tiraron junto al quicio contiguo a la entrada una gran bolsa de plástico que contenía comida y otra garrafa más de agua. Otros cinco litros más de vida. Había además un libro, uno sólo. El título apenas se distinguía de tan sobadas que estaban las tapas. Ponía Gue__ _ paz, con letras no muy grandes, quizá Arial tamaño 48 y en negrita. Debajo ponía el nombre del autor: Lev Tolstoi, con letras más pequeñas.

El día en que metieron la bolsa en la celda, su enfado era tan grande que se negó a abrir el libro. Al final del día siguiente lo cogió entre sus manos, lo hojeó y leyó la sinopsis y la referencia del autor. Empezó a leerlo. Ya no lo soltó hasta que lo hubo terminado.

Dos días después, mientras comía un pedazo de queso de las varias cosas que quedaban aún en la bolsa, una voz de hombre gritó al otro lado ¿¡Te lo has leído!? Y ella, al principio calló, esperando una reacción, pero ante la insistencia del hombre contestó que sí. Acto seguido se abrió la puerta lo justo para hacer pasar otro libro, que fue lanzado contra una pared lateral y se cerró de nuevo y hubo silencio. El título esta vez era Una fábula, de un tal William Faulkner. No había sinopsis ni reseña bibliográfica. La desconfianza duró un par de horas. Se puso a leerlo y, al igual que con el anterior, lo hizo de un tirón.

Trataba sobre la historia posible del soldado desconocido al que se rinde homenaje en el Arco del Triunfo de París. Decía un pasaje que “ayer, cuando amanecía, un regimiento francés ha hecho algo... ha hecho o ha dejado de hacer algo que un regimiento que está en primera línea no debe hacer o dejar de hacer y, como resultado, el conjunto de las operaciones militares en el occidente de Europa se detuvo ayer a las tres de la tarde." Eso decía un pasaje y, por unos instantes, mientras leía esas exactas palabras, ella se olvidó que estaba en un zulo de apenas cinco metros cuadrados y se imaginó vívidamente en el frente francés en 1917, en el interior de una trinchera del ejército aliado.

[CONTINUARÁ]

Cabeza de monte

Estaba pensando en mis asuntos, nada importante, cuando de pronto me vino a la mente una imagen esperpéntica. Era una visión del paisaje en la cual, la colina cercana que se encontraba en el más abismal de los cráteres de la luna, se me antojó una cabeza vista desde detrás. Era algo así como ver a un gigante dormido, por su coronilla. Los árboles, que no estaban ni demasiado lejos como para difuminarse en una mancha oscura uniforme, ni demasiado cerca como para destacar por sus detalles, me parecieron los cabellos del monstruoso ser. Unos pelos rapados y puntiagudos, con cuerpo y homogeneidad. Una congregación de cabellos no rubios ni morenos sino pinos y cipreses y chopos. Estilizados cabellos pinos.
La cabeza, vista desde ahí, estaba moviéndose -pues yo me movía- y la silente caída curva del valle me daba la impresión de continuidad que tiempo atrás me recordaba, día sí y día también, el contorno de su cuello cuando pasaba la mano acariciando su cabeza, llegando hasta el borde del pelo y parando en el límite justo de la última ropa, a la altura del hombro, atisbando que lo siguiente sería el fin del mundo.

martes, 22 de abril de 2008

El accidente

Iba sentada en el asiento número 32 de un autobús lleno de personas con caras y brazos, en su mayoría. Poco más. Las tres televisiones enganchadas al techo del pasillo central emitían una película mediocre que ya había visto. La gente torcía la cabeza fijándose mucho en las pantallas que, a esas horas, y debido al sol de la tarde, se convertían en una especie de auroras boreales de planas y pequeñas proporciones. A cada rato echaba un ojo para ver cómo evolucionaba Tom Cruise en su lucha contra las naves extraterrestres y su intento por salvar al mundo. Era un esfuerzo tan inútil como ver el porno codificado. A pesar de ello, la gente atendía.

Tras hacer la parada de rigor, en la que ella no se apeó del bus, se quitó los auriculares y escuchó la conversación del asiento posterior. Dos chicas jóvenes se preguntaban si el embalse del Ebro, al que ellas llamaban lago -por ignorancia-, era tanto o más grande que el lago Michigan, allá por los Estados Unidos. Quería compartir la revelación de tal ignominia, que alguien mostrara su enfado por tal barbaridad, por ese atentado contra el rigor de la proporción y el sentido común del buen ojo. Nadie, ni siquiera la chica que estaba junto a ella, hizo el más mínimo gesto, el más leve comentario. Esta última muchacha, la del asiento vecino, se entretenía en leer un best-seller infumable de esos que engrandecen la autoalabanza del lector en proporción a su número de páginas una vez se ha finiquitado. Intentó por todos los medios hacerse notar, impedir que aquélla salvajada quedara impune y hacer algo, pero la voz interior de una conciencia muerta le instó a quedarse quieta y callada.

Comenzó a llover, las gotas, movidas por el viento favoroso y la velocidad del autobús, golpeaban oblicuamente contra los cristales, o mejor decir, de refilón, pintando a cada choque líneas discontinuas largas y estrechas que al principio apenas se mezclaban y que, después, se tachaban y superponían. Era como un atardecer lleno de nubes en el que los rayos de sol se cuelan por entre nimbos y estratos y cúmulos y cirros también, e incluso por entre estratocúmulos, cumulonimbos, nimboestratos, o cirrocúmulos y, en alguna rara ocasión, por entre nubes lenticulares, que son hermosas y raras como los urogallos.

En la explosión de lluvia, el cielo se oscureció. Por entre los cabeceros de los asientos, mirando hacia delante, pudo distinguir unas luces de emergencia, naranjas y rojas y azules, algunas intermitentes, en la lejanía inminente de la carretera. Se puso el cinturón de seguridad por instinto.

Instantes después un martillo devastador golpeaba el autobús haciéndolo trizas. Un golpe seco alargado por chirridos infernales y ruidos de cristales.
El tiempo se para.
La chica de al lado sale despedida contra el techado del aire acondicionado, hay cables y virutas. Hay sangre y se oyen gritos desacompasados, estridentes y cortos.
Hay un momento de silencio y sus ojos se nublan.

La ventana defenestrada

A modo de greguería, la explicación a este blog empieza con esta frase:

"Abrió la ventana y se cayó."